Palabras y números

Este año he aprendido una palabra nueva: «pandemia». Bueno, tres. «Coronavirus» y «confinamiento» también. No paro de oírlas por todas partes. A mí la palabra coronavirus me hace gracia. En clase jugamos a repetirla con acento inglés como hace el presidente de Estados Unidos: coronavairussss.

Esta noche mi hermano y yo correteamos alrededor de la mesa como hacemos todas las navidades. En la televisión salen las noticias y los dos repetimos entre risas la palabra de moda en cuanto la oímos decir al presentador. Mi madre va y viene con platos desde la cocina y de paso nos manda callar. Que basta ya de la puñetera palabrita, dice. Mi padre refunfuña, que para qué tanto. Que no hay nada que celebrar y que a ver si pasa de una vez este año maldito. Pero mi madre, que sí, que hay que aferrarse a la normalidad. Aferrarse. Me gusta cómo suena. Como un serrucho. Aferrrrrrraaaarrrrrse. La abuela está sentada en el sofá mirando al vacío. Parece que le dan igual nuestras risas.

Por fin nos sentamos a la mesa. Todos tienen caras largas. Sobre todo mi padre y la abuela, que no puede contener las lágrimas. La verdad, a mí no me ha parecido tan malo el 2020. Me he saltado un montón de tiempo el colegio y encima hemos estado todos juntos. Hemos jugado como hacía mucho. Bueno, creo que nunca había jugado de verdad con papá antes de la pandemia. En clase ahora somos veinte niños. Me encantan los números que acaban en cero. Además así cuando hacemos parejas yo ya nunca me quedo solo. Y otra ventaja grandísima es que como no hay que tocarse ya no tengo que dar besos a nadie, que es algo que odio.

He oído decir que si fuéramos más no podríamos juntarnos. Por suerte somos seis, que es el número mágico: la abuela, mamá, papá, mi hermano y yo. Y Lucas, el perro. Me gustan los números pares y el seis es de mis favoritos. Eso sí, me hubiera encantado seguir siendo una familia impar, como el año pasado. Echo mucho de menos al abuelo, incluidos sus besos.

Hoy

La mujer del piso de al lado enciende la luz del pasillo. La bombilla emite un leve zumbido y el ruido blanco de mi cabeza empieza otra vez. Lo siento como un suave cosquilleo en la punta de mis dedos. Sus pasos son como el vaivén de un vientre materno repleto de promesas. Si abro los ojos el ruido adormecedor desaparece y los colores del mundo se me clavan en el estómago. Me provocan náuseas las paredes amarillas, ásperas. Por eso prefiero dormir y centrar la mirada hacia la parte interna de mis recuerdos, Amanda. Cuando mariposeabas por toda la casa no lo hacías con tacones, como la vecina. Te deslizabas en zapatillas, cada vez más grave, más hermosa. Las he buscado pero te las llevaste al hospital, junto con la ropita insoportablemente azul celeste que conquistó el cuarto de invitados. No sabía que en el armario guardabas unos brillantes zapatos de tacón recién comprados. Ni que pensabas estrenarlos hoy, el día de nuestro aniversario.

*Con este relato participé, junto con mis compañeros en la 7ª Jornada de la Liga LEMCA, Esta noche te cuento.

Naufragio interior

Que vengan por fin a rescatarte

aquellos abrazos  que ya no te daban calor.

Esos labios hermosos,

y duros y cortantes.

Si eso es lo que quieres, sea.

Solo así sobreviviremos.

Nosotros hicimos lo que pudimos.

Nos tragamos la pena envuelta en helados de chocolate

frente al televisor.

Devoramos hamburguesas sangrientas

para cubrir los cadáveres de las mariposas

que dejaron de revolotear

de puro muertas.

Enterramos las imágenes de momentos felices

y pusimos encima de la pila

los peores recuerdos.

Pero los ojos no colaboran,

la inundación es incontrolable.

A los pulmones no les llega el aire

y no hay alimento que llene el hueco

que horadó la desilusión.

Y tú, mírate.

Tú apenas lates desacompasado,

mientras te ahogas sin remedio en este océano de lágrimas.

Tienes que nadar.

Nadar sin ropa.

Porque si tú te hundes,

corazón,

nos hundimos todos contigo.

Del color de las zanahorias

Siempre he pensado que el miedo es negro y la culpa es de color naranja brillante, como el pelo de la Zanahoria el día que casi fui su amigo.

Recuerdo que la busqué como siempre en el patio del colegio. A la hora del recreo, mientras jugaba al escondite, o a las canicas, la miraba de reojo pendiente de lo que hacía. Estaba en su rincón de siempre apartada, invisible, parapetada tras un libro. Yo deseaba con todas mis fuerzas acercarme y sentarme a su lado. Aspirar el aroma dulce de su cabeza rizosa del color de las zanahorias. Sentir el leve peso de su cuerpo desgarbado cerca de mí. Que me contara de su vida que yo siempre imaginaba triste, sola, sin amigos. Quería decirle que a mí también me gustaba leer, pero que lo hacía en mi cuarto a escondidas, que no me atrevía a entrar en la biblioteca, como un empollón más. Quería pedirle que me enseñara lo que leía.

De pronto un codazo del Jairo me sacó de mis pensamientos. «Ahí está la zanahoria ésa cuatro ojos con su libro. Se creerá la muy idiota que así no la vemos. Vamos, tengo una idea». Con grandes zancadas atravesó la cancha de futbol dando por el camino un par de empujones a unos críos más pequeños. Mis amigos y yo lo seguimos sin rechistar. Se plantó al lado de ella y se puso a hacerle la burla. Agarró un libro imaginario e imitó su postura exagerando el gesto. Como no consiguió reacción alguna terminó por hacer lo de siempre: arrancarle las gafas y jugar a pasárnoslas. Yo no quería ver la cara de la chica en ese momento, prefería no mirar, concentrarme en el juego. La imaginaba bizqueando y con gesto de boba enrojeciéndose de rabia, a punto de llorar. De pronto, alguien me pasó las gafas. Las cogí al vuelo y haciendo grandes aspavientos me las puse guiñando los ojos, hasta que el Jairo me dio una palmada en las espalda. «Venga, tíramelas, no te emociones». Y entonces las gafas cayeron. Por un momento se hizo el silencio. Alguien empezó a gritar y todos se largaron, pero yo me quedé paralizado. La Zanahoria permanecía sentada, la mirada gacha, agarrando su libro como un naúfrago se aferra a su tabla. Yo estaba de pie frente a ella sintiendome el ser más mezquino del planeta. Y entre los dos las gafas. Me fijé en que por suerte no estaban rotas. El tiempo se detuvo un instante eterno en el que el miedo inundó el aire hasta casi asfixiarnos a los dos. Ella levantó la cabeza despacio y me ofreció dubitativa el libro. Me sorprendió su gesto pero más aún sus ojos, que no eran bizcos, sino de un verde claro y sereno teñidos de algo parecido a la compasión. Extendí el brazo y lo acepté casi sin darme cuenta. Entonces asomó a sus labios una sonrisa inesperada de complicidad. De aquello han pasado muchos años ya. La Zanahoria no volvió el curso siguiente. Nunca le devolví el libro. Hace tiempo que olvidé su título. Pero nunca he podido sacarme de la cabeza su sonrisa y el sonido arenoso de los cristales de sus gafas bajo mis botas.

Viajes interiores

Ale y yo preparamos este verano un viaje a Polonia. Pensábamos ir en tren (bueno, lo del tren había que consensuarlo con el resto de la familia) desde Madrid hasta Varsovia. La idea era pasar por París, Frankfurt y desde allí coger un tren a la capital de Polonia. Después, visitaríamos Cracovia y Broclaw. Miguel no veía claro ir a Polonia y no visitar el campo de concentración de Auschwitz. Pero yo tampoco veía claro hacerlo con dos hijas aún pequeñas para comprender tanto horror (aunque yo, que tengo mis años tampoco lo comprendo, la verdad). Val no tenía ganas de ir a ningún sitio. Está en la edad de la indolencia con un puntito existencialista que la hace resumir cualquier cosa con un escueto: ¿Y para qué? o Me aburre. El otro día me dijo que tenía el alma cansada o algo así. Siempre ha sido un fenómeno para clavar dardos en la conciencia. Porque la verdad, no me extraña que esté agotada por dentro. Yo también. ¿Quién no?

Elegimos Polonia porque es un país del Norte. Ale y yo tenemos una ventanita que da al norte. Al frío, a lo blanco de la nieve. A las líneas rectas y sencillas como el mobiliario de Ikea. Y sobre todo, no nos agradan estos veranos tórridos que se alargan hasta diciembre y que hemos creado a base de destruir el entorno. Cada gota de sudor enfermizo es una aguja que se nos clava en la piel y nos recuerda que estamos matando a nuestra madre Tierra.

A ella, que siempre ha tenido una sensibilidad especial para la estética y que no soporta ver las cosas fuera de su sitio, lo único que se le ocurre es buscar veranos fríos. Para compensar. El caso es que nuestro viaje a Polonia se truncó. Ni siquiera nos dio tiempo a sacar los billetes.

De repente nos vimos haciendo un circuito indoor del salón al baño, a la cocina, las habitaciones, el patio y vuelta a empezar. Que tampoco estuvo mal, oye. Porque nos conocimos hasta el último recoveco de la casa. Lo malo es que lo de comenzar viajes interiores a veces te lleva por laberintos que ni tú sabías que se escondían dentro de tí misma. Y en esas estamos, a ver si encontramos la salida.