No hay que llorar

Foto tomada de Pixabay

(Relato finalista del XI Certamen Literario Ricardo León)

Me pregunto qué hubiera ocurrido si el año pasado no hubiese existido. Si hubiese continuado con mi vida común y corriente de mujer de cuarenta, de casa al trabajo, del trabajo al gimnasio, del gimnasio a casa y vuelta a empezar. Comer, dormir, visitar al ginecólogo y follar sin ganas cada viernes con mi marido, viviendo ambos en un limbo dulce e inconsciente donde nos cocíamos a fuego lento como las famosas ranas de aquel experimento macabro. Pero el año pasado existió. Con todos los imprevistos que parecían imposibles existió. ¿Cómo se puede ser infiel durante un confinamiento?, ¿cómo se puede tirar por la borda un proyecto de futuro ansiado durante tanto tiempo?, me pregunto intentando no responderme automáticamente: “Quizás porque era mi proyecto, no el nuestro”.

Y aquí estoy, un año después, con mi mochila llena de amargura y resentimiento cargada al hombro. Me dice mi psicólogo que hay que ser resiliente. Bueno, mejor dicho, que debo tender a buscar la resiliencia, porque según él los «hay que» que yo utilizo a menudo, me imponen una tarea y eso no es bueno para mi ansiedad. “Hay que ser feliz, hay que aceptar lo que la vida te da, hay que continuar adelante. No hay que llorar”. —Así no, como si lo oyera—. Reformulo el pensamiento alternativo: “Me gustaría encontrar el equilibrio en mi vida”.

El equilibrio. Lo que me gustaría es dejar de tener esta puñetera nostalgia de los momentos no vividos que me persigue desde que me levanto hasta que me acuesto. Esos momentos anticipados que ya nunca llegarán. No recordar el sueño de ser una pareja feliz paseando de la mano con un niño o tal vez una niña, o tal vez un niño y una niña muy parecidos a nosotros. No imaginarlo a él acariciando el vientre fértil de mi sustituta mientras yo sigo preguntándome cómo se me ha desmoronado la vida como si fuese un castillo de naipes mal colocados.

Para encontrar las respuestas a todas las preguntas imposibles, que parece ser que es lo único que puedo engendrar, y empezar a jugar con mi propia baraja decidí estrenar vivienda en el centro de la ciudad. O más bien, el acuerdo de divorcio lo decidió por mí. El piso en el que vivo ahora es bastante grande pero muy antiguo. Aunque me gustó nada más verlo, me costó decidirme porque cuando iba buscando la dirección de inmueble para echarle un vistazo me topé por casualidad con el letrero de la calle Ricardo León. Deseé que el piso no estuviera cerca pero estaba casi al lado. A ver, que no es que tenga nada en contra del famoso escritor, ínclito académico de la lengua. Es que me recordaba mucho a mi marido y a cómo comenzó a desbaratarse mi precario matrimonio. La obra de Ricardo León era el tema de la tesis que Lucas dirigió a su alumna predilecta. Una tarde aburrida del mes de abril de año pasado recibió un correo de ella proponiéndole que la ayudara con su trabajo sobre este escritor, que —oh, casualidad— era uno de los favoritos de él. Al principio me agradó el cambio que se produjo en Lucas: comenzaron a brillarle los ojos con un entusiasmo parecido a nuestros primeros tiempos juntos, cuando no paraba de hablarme de literatura, de sus clases en la universidad y de sus fallidos intentos de escritorzuelo. Incluso le animé a que saliese a reunirse con su alumna, que tenía excusa para saltarse el confinamiento y acudir a la universidad, que si le paraban, tenía un documento que acreditaba que era catedrático y debía cumplir con un deber inexcusable, razonaba yo. Y él, dócil, se dejaba aconsejar. Tonta de mí no pensé que el motivo de tanta emoción no era el tema de la tesis sino la autora de la misma. —Así que, perdone usted, Don Ricardo, pero le he cogido un poquito de manía—.
De todos modos, el alquiler estaba muy bien de precio, que era hora de que algo me saliese bien, y en un alarde de valentía decidí afrontar mis miedos y congraciarme con el escritor que vivía en el letrero de la calle paralela y me trasladé a vivir al nuevo piso.
Llegué hace unos meses con el poco equipaje que me quedaba después de la tempestad: tres maletas, incontables lágrimas y un corazón hecho jirones. Nada más llegar constaté que lo peor de la soledad es el frío. No es el silencio, ni la sensación de no estar acompañada, ni tan siquiera la certeza de que realmente ya nadie te escucha. Los primeros días echaba en falta el calor de un cuerpo a mi lado en la cama. Era como navegar en un océano negro y helado sobre una tabla a la deriva siendo la única superviviente de un naufragio silencioso. Así que evitaba acostarme viendo series malísimas una tras otra. Para terminar de purgarme ese molesto pozo interior lleno de llanto que me invadía cada arteria, cada poro de piel, solía escoger las más dramáticas. Poco a poco las lágrimas se fueron secando. Creo que la sal me debió hacer costra por dentro, porque me volví más dura, menos asustadiza. No sé si eso es ser resiliente, pero a mí me sirvió para continuar hacia adelante o al menos para dejar de hundirme.

Sin embargo, cuando empezaba a acostumbrarme a vivir en solitario, incluso cuando ya era capaz de verle las ventajas, ocurrió algo inesperado. No contaba con tener que convivir de nuevo. No tenía el más mínimo interés en volver a compartir espacio vital con nadie, y menos sin haberlo invitado. Pero la verdad es que ahora que lo pienso no me molesta mucho su compañía. De hecho, casi ni me di cuenta de que estaban allí hasta que un día me desplomé en el sofá y oí un leve gruñido como de fastidio. Al cambiar el canal de la tele, que inexplicablemente estaba puesto en un programa del corazón, el gruñido ya fue bien claro. Entonces, al lado del aparato, apareció una señora mayor en bata, con los brazos en jarras y me espetó:
—Ya está bien, ¿no? Que nos tienes hartos con tus dramones. Que no todo es llorar en la vida, hija mía.

Reconozco que esa noche me fui a la cama algo preocupada. No. Muy preocupada. Doblé mi ración de ansiolíticos y me anoté mentalmente llamar a mi psicólogo por la mañana, no fuera a ser que esto de la resiliencia se me estuviera yendo de las manos y convirtiendo en esquizofrenia. Pero el caso es que dormí como un bebé y me desperté más despejada que nunca, con unas energías que hacía tiempo que no sentía. Hasta solté una carcajada acordándome del episodio de la noche anterior. «Chica, tu flipas, anda ya», me dije a mí misma. Lo dejé correr por el momento. Me fui a trabajar, pero antes de salir por la puerta me pareció ver por el rabillo del ojo a la misma señora sentada en la mesa de la cocina mojando una madalena en el café. «¿De dónde la habrá sacado? —fue lo único que se me pasó por la cabeza —. Si yo sigo una dieta macrobiótica y esas cosas no entran en mi despensa ni de broma». Tan enfrascada estaba en este tonto razonamiento mientras caminaba que me olvidé de esquivar la calle maldita y pasé justo por debajo del dichoso cartelito de Don Ricardo.

Días más tarde, cuando me disponía a irme a la ducha me encontré a un señor más o menos de la misma edad que la otra afeitándose delante del espejo. Estaba en camiseta interior y pantalones de pijama.
—¡Huy, perdón! —me dijo muy azorado—. Ya mismo termino. Cerré la puerta más estupefacta que aterrada y esperé sentada paciente en la cama a que acabase. Cuando lo oí salir entré y había dejado el baño impoluto. Como si no hubiese estado allí. “Esto no puede ser verdad. He perdido la chaveta del todo”, pensé. Pero lo más desconcertante es que la situación más que miedo me provocaba sorpresa y hasta diversión. ¿Sería eso lo de la resiliencia? ¿Adaptarte a cualquier situación, por rocambolesca que parezca? Posiblemente. Si me pude adaptar a diez años de impostura matrimonial, podría acostumbrarme a mis fantasmas.

Han pasado dos meses. Ella se llama Casilda. No es de mucho hablar, salvo cuando le pongo el Sálvame. ¡Cómo le gustan los cotilleos a esta mujer! Suele acomodarse en un extremo del sofá y a veces la veo hacer calceta mientras no para de comentarlo todo. En ocasiones le gusta rondar la cocina, sobre todo por las mañanas. Siempre en la misma silla. Siempre con la misma madalena y el mismo café recolado. Él se llama Teodoro. «Para los amigos Teo», me dijo un día. Están casados, llevan juntos… «Qué se yo, toda la eternidad», contestó pensativo cuando quise saberlo. Y es cierto.
Pregunté al portero por los anteriores inquilinos y me confirmó sus nombres. También me confirmó que murieron los dos durante los primeros meses de la pandemia.
—No tenían familia, ¿sabe usted? Y si la tenían, se desentendieron. Una pena, una pena. Suponemos que se contagiarían y se pondrían muy malitos y nadie les atendió. El caso es que los encontraron a los dos abrazados en el dormitorio. Por suerte, no llevaban más de una semana.
—Una pena, una pena—, asentí yo muy circunspecta y pensando que se podía haber ahorrado el comentario final. Intenté poner lo mejor que pude cara de terror, porque es la cara que normalmente se pone cuando te cuentan algo tan espeluznante ocurrido en el lugar donde pasas tus noches. Cuando me despedí subí directamente a hablar con Teo y Casi, que así prefería llamarla yo.

—¿Qué calladito os lo teníais, ¿eh? Me lo ha tenido que contar todo el portero.
—Mujer —dijo Teo, —era por no asustar.
—¡Ja! Por no asustar, dice ahora. ¿Y todas las veces que os aparecéis en el lugar más inoportuno?
—Oye, que a mí solo me gusta estar en la cocina y ver cómo guisas, hija mía. ¡Pues no tengo yo nada que enseñarte! Haces unos comistrajos que no sé cómo vas a encontrar mozo que se los coma… No me extraña que te dejara tu marido. —Qué lengua tiene la Casi, a veces la odio—. Bueno, y al salón voy otras veces porque me pones el Sálvame para que te haga compañía, reconócelo.

Pues sí, lo reconozco. En el padrón municipal consta que vivo yo sola aquí, pero lo cierto es que estoy muy bien acompañada. Mejor de lo que nunca he estado. Tanto que muchas veces pienso que si el capullo de mi marido no me hubiera dejado ahora no estaría tan bien. Que me tenía desequilibrada. Decía que yo tenía demasiada imaginación, que me inventaba las cosas. Menudo cerdo. Ayer cuando me lo crucé en el supermercado con su nueva pareja y el bebé que yo no tuve me parecieron bastante reales. ¿Llegarían a culminar la dichosa tesis antes de acostarse por primera vez? No lo creo. No creo que llegasen ni al segundo capítulo. Me los imaginé enredados bajo las sábanas gozando como perros bajo la mirada complaciente de Don Ricardo León mientras éste tomaba notas en una vieja libreta. Llegué al piso hecha polvo. Menos mal que estaba Casi, que tuvo el detalle de dejar la tele para estar en la cocina conmigo.
—Hala, hala. Que le zurzan al tontochorra ese. Mira, alhaja, un clavo saca otro clavo —intentó consolarme a su manera—. Por cierto, ¿tienes clavo y especias? Anda, busca el arroz y ve sacando lo que yo te diga. Y deja de llorar, por el amor de Dios, que se te ponen los ojos churretosos.

Nota mental: tengo que hablar con mi psicólogo porque ya he encontrado el verdadero significado de la palabra resiliencia, a ver cómo se lo explico. Eso, y que me han enseñado a hacer una paella de chuparse los dedos.


Peces de ciudad buceando en un vaso. Colaboración con Primaduroverales

Hoy os traigo una colaboración para el blog de una asociación que es punta de flecha a la hora de fomentar la lectura, la escritura y el amor por las letras. Os hablo de  Primaduroverales. Aquí mi humilde aportación para acercaros a un escritor que conocí en una presentación muy entrañable y significativa para mí.

https://primaduroverales.wordpress.com/2021/12/01/peces-de-ciudad-buceando-en-un-vaso-por-sara-nieto/#comments