Sin que nadie la vea, la niña de la melena formidable va hasta el pozo y se zambulle sin dudarlo. Sabe que si la cogen lo menos que le harán será cortarle el pelo. Dicen que te llevan a dar un paseo pero los que se van luego nunca vuelven. Y las que vuelven… El mes pasado se llevaron a Juana, la del Tomillero, junto con sus hermanas y sus hijas, y a los quince días las soltaron en medio de la plaza desnudas, rapadas y con la mierda resbalándoles por los muslos, después de haberlas atiborrado a aceite de ricino. A ella no va a pasarle lo mismo. Porque ella conoce un pasadizo secreto. No se lo ha dicho a nadie, ni siquiera a su prima favorita, Carmelilla, a la que tanto le gusta enredar con sus largos mechones castaños. Y mucho menos a la tía Petra, que le tiene terminantemente prohibido ir a la huerta y acercarse al pozo.
Por eso, en cuanto ha visto asomar los uniformes y sentido el retumbar de las botas por la bocacalle se ha escapado por detrás y ha corrido hacia la huerta. Por el camino ha espantado a cuatro gatos que dormitaban en los alféizares de los ventanucos que dan al callejón. Los perros del tinao de Justiniano se han puesto a ladrar como locos. Con el corazón a punto de estallar y el miedo erizándole el vello de la nuca, la niña reza en voz muy baja para que nadie se dé cuenta de que algo raro pasa. Por suerte cuando llega al pretil se da cuenta de que es noche de luna llena porque la ve reflejada en el agua como una enorme hostia consagrada. Como las que les da Don Severo en la misa y que le sabe tan rica. Mejor, piensa, así le alumbrará el camino para encontrar mejor a madre. Ella también se fue a buscar a padre en el pozo hace un par de años y aún no ha vuelto.