El juguete nuevo

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Los padres de Tomás insistían en recuperar al estúpido de su hijo, y a mí Benito, el pobre secuestrador, comenzaba a darme pena. Cuando se entregó a los dos días sin crío y sin dinero pensamos: aquí huele a muerto. Los padres no podían creerlo. Le apretamos las clavijas al tipo pero solo contó una historia absurda de víctimas, verdugos y viceversas. El día que recibimos la llamada, Benito pidió la cadena perpetua, pero le dejamos en el parque favorito de Tomás como se nos había indicado. De lejos, todos nos miramos. Los padres, con lágrimas de alivio. Nosotros, con cierta pesadumbre. Benito, con terror cuando sintió aquella manita que lo agarraba.

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El círculo rojo

 

Blanco. Como su nombre. Como las mariposas, la espuma del mar o las nubes.  Blanco como los paseos en triciclo. Como el sonido del cascabel o la sonrisa de Totoro.

Rosa. Como su muñeca favorita. Como el aroma de las flores o la amistad. Como los besos en la mejilla, las piruletas o los juegos en el parque. Rosa como las miradas inocentes.

Rosa oscuro. Como un mundo girando a mil revoluciones. Como un bazar revuelto. Las mariposas, las flores, los besos son ahora manchas borrosas. La velocidad es de color rosa oscuro.

Rojo. Como un punto y final.  Un punto que se extiende y se desborda por el filo de una braga de algodón. Blanco el algodón, roja la mancha.

Rojo.

Rojo.

Rojo.

El mundo se le volvió rojo a Blanca. Que ya no habla igual, ni mira igual, ni siente igual.  Blanca odia profundamente el color rojo que la pone triste, que la pone eufórica y no la deja en paz. El rojo lo inunda todo. Se lleva en una ola violenta —la primera de muchas que vendrán—  su candidez. El rojo le corre por las piernas en cascada y arrastra en un torrente a su muñeca, que se ha quedado muda y ciega. Las flores del jardín se han vuelto rojas también. Su mirada es roja, como sus mejillas. Solo durmiendo consigue olvidarse de la rojez de su universo.

Granate. Como el vino de Oporto. Como las cerezas maduras o los preciados rubíes. Como la risa contenida, los secretos compartidos o las miradas cómplices.

Blanco otra vez. Como la ropa recién lavada o el frescor de la mañana. Como los nuevos comienzos y las miradas inocentes que Blanca guarda bien dobladitas en el baúl de los juguetes, junto a las canciones infantiles y las cosquillas de mamá.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Blanco. Como su nombre. Como las mariposas, la espuma del mar o las nubes. Como su vestido favorito. Blanco como los paseos por el campo en triciclo. Como el sonido del cascabel o la sonrisa de Totoro.

Rosa. Como su muñeca favorita. Como el aroma de las flores o la amistad. Como un beso en la mejilla, las piruletas, las bicicletas o los juegos en el parque. Como las miradas inocentes.

Rosa oscuro. Como un mundo girando a mil revoluciones. Como un bazar en el que nada está en su sitio. Inapreciables ya las mariposas, ni las flores, ni los besos. Se han vuelto manchas borrosas. La velocidad es de color rosa oscuro.

Rojo. Como un punto y final.  Un punto que se extiende y se desborda por el filo de una braga de algodón. Blanco el algodón, roja la mancha.

Rojo.

Rojo.

Rojo.

Todo es de color rojo. El rojo lo inunda todo. Se lleva en una ola violenta, la primera de muchas,  sus sueños infantiles, el rojo le corre por las piernas en cascada y arrastra en un torrente a su muñeca, que se ha quedado muda y ciega. Las flores del jardín se han vuelto rojas también. Su mirada es roja, como sus mejillas.

El mundo se le volvió rojo a Blanca. Que ya no habla igual, ni mira igual, ni siente igual.  Blanca odia profundamente el color rojo que la pone triste, que la pone eufórica y no la deja en paz. Solo durmiendo consigue olvidarse de la rojez de su universo.

Granate. Como el vino de Oporto. Como las cerezas maduras o los preciados rubíes. Como la risa contenida, los secretos compartidos o las miradas cómplices.

Blanco. Como la ropa recién lavada o el frescor de la mañana, como el primero de los comienzos. Como las miradas inocentes que Blanca guarda bien dobladitas en el baúl de los juguetes, junto a su vestido de comunión.

 

Como cerezas en su punto de azúcar

Mi abuelo plantaba cerezos en el Jerte. Adoraba el color que tenían las picotas cuando las miraba en los capazos todas juntas. Goterones de sangre a punto de explotar, decía que se le antojaban. A mi tío le encantaba el vino de pitarra: fabricarlo y bebérselo. Solía decir que la pitarra tenía que ser recia y espesa, como la sangre.  En el patio teníamos un granado. Mi abuela adoraba sentarse cada tarde, con su calceta en el regazo, a observar cómo, poco a poco, los frutos se iban reventando y dejando al descubierto los rubíes brillantes, como un rocío sangriento y dulce. Un día tranquilo en la primavera del 38 la vida, tan sarcástica a veces, les preparó una sorpresa. Los puso uno junto a otro, al pie de la tapia del huerto y derramó sobre ellos una ráfaga rápida, intensa del rojo más profundo, caliente y vívido que hay.  Antes de cerrar los ojos, mi abuelo tuvo un segundo para mirar el hermoso atardecer rojizo que derramaba sus últimos rayos sobre las cerezas, gordas, lustrosas, coloradas como la grana. Y pensó con tristeza que justo se encontraban en su punto de azúcar.

 

Relato participante en el Concurso 2019 ENTC Colores

El escondite

castle-1483681_1280Ninguno de los niños que había en el arcón era Tomás. Tampoco estaba con los que se escondían en el armario de los juguetes.  Los pies que asomaban debajo de la cama polvorienta no eran los suyos, ni estaba entre las siluetas engañosas detrás de las cortinas. Así que cerró la puerta del dormitorio para volver al suyo, dispuesta a ignorar las voces. ”Esta noche no, que mañana madrugo”.  Si el sueño no la pudiera, se daría la vuelta para regañar a la fila de espectros revoltosos que la seguían por el pasillo. Y vería a Tomás, cerrando la procesión, con su sonrisa burlona de siempre.

This place is a shelter

 

A menudo, cuando oigo un piano, siento cómo las notas van cayendo sobre mí como gotas de lluvia. Y van llenando lentamente ese vacío interior que apenas sabes que existe, que más bien intuyes, como si fueras un mueble viejo lleno de carcoma. Y siento esas notas como un bálsamo que apacigua y trae recuerdos de sonrisas y de olor a jabón casero. Son del color de las primeras madrugadas y de los sueños no vividos, pero tan claros, tan nítidos como cuando los soñabas.

Y de pronto ahí estás frente al espejo. Treinta años más tarde, treinta vidas después. Y cierras los ojos y entonces, las gotas son un mar que se desborda y que lava el cuerpo y la cara y la piel. Las arrugas se suavizan y hay un reencuentro. Un ansioso reencuentro contigo misma, como quien se topa con un viejo amor adolescente y sin querer vuelve a sentir las mariposas en el estómago. La excitación del comienzo, la alegría de estar viva.

Y mientras, las notas del piano se deslizan poco a poco y te invaden hasta que ya no puedes más y quieres gritar y quieres acurrucarte en un rincón, encontrar el refugio donde todo comenzó. Donde se fraguaron tus anhelos, donde habitaba tu inocencia. Y crees tocarlo por un momento. Pero cuando casi llegas, cuando casi sientes que te arropa, las notas van cesando hasta que paran.

Y ya se han ido. Y tú te quedas aquí. Ahora. Hoy.

Flecos

Habría cogido alguna vez un hilván. Seguro que su abuela le enseñó a dar puntadas haciendo un dobladillo para que el tejido no se deshilachara. Porque se recuerda sentada en una silla a la puerta del viejo caserón mientras borda cruces desiguales poniendo ese empeño tozudo propio de los críos. Si era domingo, el día del descanso sagrado, la abuela la reñía, recuerda con nostalgia mientras mira el día de hoy marcado en rojo en el calendario mugriento de la pared de la nave. Pero la abuela no está, se la llevó el vaivén de la vida. Igual que se llevó su infancia. También le trajo otras cosas la vida, cosas inesperadas, cosas a destiempo. Un amor definitivo a los quince años, demasiado bueno para llegar tan temprano. Otro no tan bueno, un poco más tarde disfrazado de tentadora lujuria, de sexo salvaje del que no quedó más que la parte más animal y más salvaje. Por suerte, a este también se lo llevó la vida, que esta vez vino a arrancarlo de su moto reluciente, esa que tanto adoraba, en forma de autobús turístico de dos plantas. Ese día los japoneses que iban dentro gastaron los carretes en aquel tramo de la Gran Vía.  Con veinte años, era el segundo entierro al que acudió. No sabe muy bien por qué. Probablemente porque en aquel momento no encontró ninguna excusa para no ir, a pesar de todo.  A los dos meses la vida, tan sarcástica ella, le trajo un recordatorio de esos que se dan en los funerales. Pero no fue un sobrecito con postal y oración dentro, sino un test de embarazo.  Según le entregó el paquete, la muy cabrona se llevó todos sus proyectos: los estudios, su hipotética carrera de modelo, la vida ordenada que su madre le construyó… Incluso el precioso vestido entallado que tenía pensado llevar en la boda de su hermana, al que hubo que sacarle las costuras.

Costuras… Mira el reloj, hoy no hay tiempo para pespuntes. Así que brida como puede el pollo que acaba de rellenar y siente como si al mismo tiempo se estuviera cosiendo ella misma por dentro, con puntadas bien apretadas para que nunca se le salgan esos malditos sueños, si quiera aunque la tela se desgarre.

No mengis tan ràpid

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Fotografía de Evgeny Mokhorev.

Termina la función muerto de hambre, como siempre. Antes de que terminen los aplausos se escabulle rápidamente a su camerino y saca la butifarra del calzón. En apenas dos minutos la ha engullido a grandes mordiscos. Está aún caliente de haber estado en contacto con su cuerpo pero ya hace tiempo que superó el asco. Al principio, no le hizo ninguna gracia esa idea absurda del Pepe, o el  «director de pista», como le gusta que le llamen al muy imbécil. Que, sí Bernardo, le decía con ese acento manchego cerrado, hazme caso, hombre.  Que sé yo que hay espectáculos para mujeres que salen tíos en pelotas. Que andan muy salidas ahora las tías. Y es el único público que podemos retener: los niños pasan de payasos, todos atontaos con los puñeteros móviles ésos y el yutú o como pollas se llame; y a los padres, las trapecistas ya nos les provocan tanto. Si das a un botón y tienes doscientas pelis pornos en cualquier momento y sin moverte del sillón. El circo ya no es lo que era, Bernardo, se nos va a pique el chiringuito. Somos muertos vivientes tú y yo y los pocos que quedamos. Se nos ha pasado la fecha de caducidad ya, pero ¡ea! hay que comer todos los días, concluye pragmático.

Mira, yo ya no sé qué hacer desde que se nos murió la Peque en los puros huesos la pobre, que más que una trompa parece que tenía una pajita de esas que usan los críos para beber. Y eso que ha sido un milagro que durara tanto y que no nos la quitaran ahora con toda esa película de los animalistas, dice mientras aspira una calada ansiosa al pitillo que sujeta entre los dedos amarillos, ásperos, regordetes. Ya sabes que los tigres los he tenido que dejar,  demasiada hambre pasaban  y demasiado cerca de ellos pasábamos nosotros todos los días. Mira, eres el más joven de todos, por así decirlo, y estás en buena forma todavía,  solo necesitas un poco de «maquillaje». Así que tú a callar, no seas tiquis-miquis, ¡coño! y déjate admirar. ¿Qué te crees tú, que todo lo que sale en las películas es verdad? Pues eso, nosotros somos espectáculo también.

Bernardo lo pensó un rato, tampoco mucho la verdad. Nunca fue de pensar nada demasiado. Entonces se tragó su orgullo viril y aceptó la ayudita para que su pequeñín luciera en todo su esplendor, pero en un circo donde escasea de todo, la  viagra se acabó pronto. Así que, como las ventas iban viento en popa,  la única condición que puso es que le compraran una butifarra dolça bien hermosa que ya se encargaría él de lucirla. Ahora, en cuanto se encuentra en la protección del camerino, se encierra  y la degusta  hasta las lágrimas recordando su infancia allá en el Ampurdán. Y es que con los años se ha vuelto cada vez más sensiblero. Mientras mastica, casi le parece ver a la àvia en la cocina del pueblo regañándole: «nen, no mengis tan ràpid que et vas a ennuegar!»

 

Colaboración para El bic naranja: Los viernes creativos https://elbicnaranja.wordpress.com/2019/02/01/viernes-creativo-escribe-una-historia-266/?fbclid=IwAR2tt5I4nxr3mYQcYYdCg6zsJOTT3SJBTNXBFFS–P_qj3wv5BlTxnl-dL0