Veinticuatro de febrero de 1981

A mi padre.

Salgo a la calle con mi mochila a cuestas.

No hay nadie. Apenas cruzamos palabra mi padre y yo.

En casa mi madre se ha quedado lloriqueando, asustada.

Que no, que no salgas con la niña,

que no, que no vaya al colegio.

¿No viste ayer los tanques?

¿Acaso no le viste la cara al hambre cuando eras niño?

¿No te acuerdas del miedo, del silencio que cosía nuestras bocas?

¿Quieres que una voz sin nombre te denuncie por desobedecer?

Que sí, mujer. Recuerdo el hambre, recuerdo el miedo.

Lo recuerdo bien. A mi padre lleno de piojos y una herida abierta en el pecho

que en cuarenta años aún no ha cerrado. Eso recuerdo.

Que a unos sí les cicatrizan las penas y a otros no.

Tengo presentes a todos mis hermanos corriendo a esconderse

cuando venía el caporal.

Y los pechos secos de mi madre, más secos aún que sus ojos.

Lo recuerdo bien.

Yo terminaba de ponerme los zapatos mientras mi padre elevaba la voz

y decía: hoy es veinticuatro de febrero y la democracia sigue viva.

Nos han dicho que hagamos vida normal y eso vamos a hacer.

En la calle reina un silencio nervioso.

Solo al acercarnos al colegio se ven a algunos niños con sus padres.

El mío y yo apenas cruzamos palabra en todo el camino.

No hace falta.

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