El dinosaurio sigue aquí* (Y está más vivo que nunca)

Recuerdo que era un día soleado de primavera. Me tomé un par de antihistamínicos antes de salir de casa para asegurarme de no estar moqueando todo el día. Estaba nerviosa y un poco impaciente. Llegué al barrio de Malasaña y localicé enseguida la librería “Tres Rosas Amarillas”. Cuando apenas me quedaban unos metros para entrar estuve a punto de largarme. Era un día 14 de mayo de 2011. Había acudido a una reunión de unos cuantos junta-letras que se había gestado en internet. Éramos unos “frikis” de los blogs de literatura en minúscula que habían quedado en verse y compartir sus cuentos en persona. Hoy es de lo más normal quedar con alguien por Internet, pero hace tan solo ocho años (en estas cosas de la tecnología el tiempo pasa a velocidad de vértigo) todavía resultaba un poco raro. Al menos, a mí me lo parecía. Obviamente, después de llegar hasta allí merecía la pena echar un vistazo, así que al final la curiosidad me pudo.

No sé si aquella I Quedada de Microrrelatistas, como se dio en llamar, fue muy importante. Seguramente, para la literatura en mayúsculas fue totalmente intrascendente, pero me atrevería a asegurar que en España esta reunión de treinta y tantos aprendices y aficionados marcó un hito para esta subcorriente literaria. Yo, que soy muy de señales, así quiero pensarlo. Porque tan sólo veinticuatro horas después se desencadenó a pocos metros de allí la sentada pacífica que dio lugar al conocido Movimiento 15-M y que también supuso una revolución en la forma de entender la política, la sociedad, la cultura. Y sobre todo, porque ya llevamos nueve quedadas de frikis (y celebradas por toda la geografía española). La última nada menos que en Santiago de Compostela.

La microliteratura, los microrrelatos, las minificciones, la literatura en píldoras. Los anglosajones la llaman “flash fiction” o “twitterature”. Cualquiera de los nombres por los que se la conoce sirven para definir a la hermana menor de los cuentos y la literatura con mayúsculas. La cantidad de personas seguidoras de este tipo de relatos reunidas allí ese día y en las posteriores quedadas que se han ido organizado cada primavera en diversos puntos del país nos dan una idea de que a pesar de su pequeño tamaño, la microliteratura está más viva que nunca. ¿Y por qué el éxito de esta literatura? Porque es ágil. Es rápida. Es ligera. Apenas un soplo de narración que nos distrae de la grisura de la cotidianeidad. No sin razón se la ha definido como literatura para leer de pie, relatos para leer en el tren, cuentos para el andén. Casi siempre es impactante y casi nunca te deja indiferente. Es a los gustos y velocidad del siglo veintiuno lo que el teatro de Calderón de la Barca al Siglo de Oro. Lejos de ser algo pasajero, se ha visto consolidada porque el mundo necesita literatura. Pero el mundo, este mundo actual, mal que nos pese, gira a mil revoluciones por minuto (y subiendo). Ni lectores, ni escritores damos abasto para poder disfrutar de obras literarias plenas. Lo digital nos invade. Lo instantáneo nos inunda. Facebook, Twitter, Instagram. Lo queremos tener todo y tenerlo ya. Queremos leer un novelón, pero llegar pronto al final.

El elemento por excelencia del microrrelato es la página web, una entrada de Facebook, un post de Twitter… y por supuesto, un blog, que es donde florecieron. Pero como cualquier cuento, novela, poesía, ensayo o texto, su secreta aspiración siempre fue el papel. Y esto, que era impensable en su momento, no solo se ha conseguido, sino que se ha consolidado. De aquella reunión y las posteriores han salido escritores —“microrrelatistas” — reconocidos. Nombres como Elena Casero, Víctor Lorenzo, Pedro Sánchez Negreira, Beatriz Alonso, Ernesto Ortega, Ana Vidal, Francesc Barberá, Manuel Rebollar, Ana Grandal, Mar Horno, Nicolás Jarque, Miguel Ángel Molina, cada vez resultan más familiares para los consumidores de estos relatos. Algunos se han consagrado al género y hasta han salido teóricos del asunto, como Manu Espada con sus Herramientas del microrrelato. Incluso otros se han soltado de la mano y se han tirado a la piscina de la novela, como Arantza Portabales, aunque sin abandonar nunca sus micros. Y lo mejor de todo, es que en esta aventura de saltar a las páginas de un libro les han acompañado pequeñas grandes editoriales que han tenido el valor —que en estos tiempos que corren no es poco— de apostar por estos autores noveles en su mayoría y por sus historias concentradas.

Así que, señores, que la tan temible excusa de la “falta de tiempo” deje de ser válida. Estas perlas están hechas para degustarse rápido y fácil. Tengan cuidado, eso sí. Se tragan enseguida, pero casi todas tienen un paladeo lento y largo. Algunas hasta dejan un regusto amargo pero quien las consume suele volver a por más.

*Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí

Microrrelato de Augusto Monterroso, 1959

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Viaje astral (Paraguas de colores para días grises)

Fantasía, Sueño, Atmosférica, Componer, Mística

Este es uno de los textos que aparecen en mi libro de relatos «Paraguas de colores para días grises». Disfrutemos de lo que tenemos porque las vidas de los demás no siempre son tan ideales como parecen.

Viaje astral

Anoche me tumbé en la cama y de repente estaba en el techo mirándome a mí misma dormir. Todavía un poco asustada exploré mi casa. Como los niños estaban dormidos y ya le había pillado el truco a lo de atravesar paredes, me animé a darme una vuelta por el vecindario. La pareja perfecta del cuarto se estaba poniendo a parir, en voz baja, eso sí. El rarito del tercero bailaba vestido de Rita Hayworth delante del espejo. Y la estirada del segundo se estaba dando el filete ¡con una tía! No llegué a bajar al primero porque justo en ese momento noté que me faltaba el aire y un dolor agudísimo en estómago. Creía que me moría, pero no. Sólo era la niña que me estaba saltando en la barriga gritando ¡mami, despierta! Hoy me he encontrado en el portal con la súper woman del bajo C. Tan mona ella, con sus niñas repeinadas con su uniforme de colegio de pago, sus tacones, su figura de gimnasio, su marido siempre hecho un brazo de mar… Y ahora que la miro bien, con esas enormes ojeras de insomnio que apenas disimula el maquillaje. Esta noche, sin falta, le hago una visita.

 

Mientras dormía

Nos apenó que no le quedara ni un recuerdo para rellenarlas. Mientras dormía, habíamos abierto todas las botellas de cristal del genio que nos retenía en aquella cueva. Al quitar los corchos salió de todo: espuma blanca de mar, con rumor de olas y aroma a sal, olor a hayedo sombrío y hasta una espectacular aurora boreal que iluminó su cara de desesperación. Se enfureció, y entre sollozos nos confesó que eran los últimos vestigios de sus antepasados. «Buscaremos más», dijimos. Entonces nos llevó a la entrada para mostrarnos un páramo inmenso de botellas de plástico. Quisimos volver a entrar pero solo pudimos oír el eco de su risa enloquecida.

 

Amarillo tirando a rosa

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Los recuerdos de infancia de Julia son de color amarillo. Amarillo como los orines que manchaban las sábanas del catre de su habitación de sirvienta. Amarillo como el miedo  lavando de noche en el pilón o como la humedad insomne sobre la que se acostaba después. Amarillo claro como las tapas de aquel libro que escondía en la cuadra lleno de versos de un tal Hernández. Como las hojas caídas de los álamos que rodeaban la tapia del cementerio en otoño, donde estaban los huesos de su madre, que amarilleaban bajo tierra. Amarillo ocre como el heno mojado y oloroso que se apilaba en el prado. O los cercos de sudor en la camisa blanca de su padre, que empezó a mirarla con ojos de lobo igual de amarillos cada vez que volvía de visita.

Amarillo radiante, cálido y blando como el ramillete de achicorias que  Antón le regaló un día a la salida de misa. Y amarillo vergüenza de no merecer. Amarillo deshonra de virgen profanada. Pero amarillo pálido tirando a rosa de alegría infantil intentando no ahogarse del todo en el mar agridulce de limón que dejan tras de sí las guerras no ganadas.

 

Nosotras, las invisibles

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A menudo me siento invisible. Entonces trato de recordar la frase de El Principito. Eso de que lo esencial es invisible a los ojos. A veces me consuela. Otras no tanto. Porque invisible sé que soy, pero esencial lo dudo. No creo que nada vaya a cambiar si mi invisibilidad un día se apropia del todo de mi carne y me vuelvo transparente en todos los sentidos. Nadie es esencial ni imprescindible, y menos aún nosotras, las invisibles.

No sé por qué soy así. Así de invisible quiero decir. Lo cierto es que si me pongo a pensar provengo de una larga familia de invisibles. Sobre todo las mujeres. Debe ser algo genético. Ya en la escuela fui una niña invisible. Muy buena estudiante. Con dieces incluso pero nada más. Ya está. Nunca fui delegada ni formé parte de los populares de la clase. Tampoco sentí que los profesores me tuvieran demasiado en cuenta. Y eso que yo me esforzaba. Pero no, no lo recuerdo al menos. Tan solo me acuerdo de una maestra que se fijó brevemente en mi existencia. Gracias a ella terminé dominando la nomenclatura química. Y eso que se me daba fatal al principio. Ella me vio y a través de sus ojos me vieron todos los demás durante un trimestre.

Pero está claro que mi virtud es encontrarme en «el montón». Y dentro de allí en el rinconcito menos visible que se pueda. Si me buscas en las fotos de grupo es posible que no me encuentres, siempre hay algún brazo por delante, alguna melena o alguna cabeza oportuna que se mueve en el último instante. Si por casualidad aparezco es muy problable que salga de medio lado y así como esquinada. O peor, haciendo alguna mueca cómica o con cara rara, intentando aparentar un aire digno. Puede que sea por intentar salir de mi invisibilidad, que mi cuerpo me traiciona y me descompone el gesto, como intentando contenerme en mi vasija transparente.

Esto de la invisibilidad es una putada, sí señor. Porque te acabas acostumbrando y llegas incluso a disfrutar de ella. No niego que es agradable que te ignoren en el trabajo cuando haya que tragarse algún marrón. O que si un día alargas la hora del desayuno nadie te eche de menos. Es una ventaja que no cuenten contigo para casi nada en casi ninguna parte. Eso te da una falsa sensación de libertad incomparable. Incomparable pero falsa. Porque si alguna vez he intentado salir de mi zona habitual, donde están las ignoradas que hacen bulto, pronto las circunstancias me han hecho retroceder a mi sitio. Y si no han sido las circunstancias, siempre hay voluntarios que se ofrecen a recordarme que no se puede cambiar el orden natural de las cosas así como así.

El orden natural. Eso es. Imagino la sociedad como una jungla enorme donde hay leones que nacen para rugir y dominar, aún sin ganas. Abren la boca y antes de que terminen la frase ya se oyen los aplausos. Luego hay elefantes, pausados, majestuosos, a los que no les hace falta ni hablar. Su sola presencia ya transmite respeto. Si de vez en cuando barritan ya es el no va más. Hay grandes elefantas, tigresas desafiantes y leonas, normalmente a la sombra de los machos, que también levantan ovaciones. Y luego hay conejos asustados. Y ratones insignificantes. Y ratitas presumidas, que cuidan de su rinconcito. Un rinconcito pequeño pero reluciente. Que se atusan el pelo y se pintan las uñas y lavan la ropa de sus hijitos. De vez en cuando sacan tiempo para hacer unas manualidades preciosas que sirven para decorar las paredes de su casita pequeñita, insignificante. O para ganarse algún palmadita de aprobación. Buena chica, progresas adecuadamente. ¿Ves como no hay techo de cristal, boba? Si es que te complicas mucho… Y si un gato la visita pierde la compostura y se lo quiere ligar en lugar de correr a su escondite, que es donde debe estar la ratita. Y entonces el gato se lo recuerda de un bocado. Y la ratita que se creyó importante durante dos segundos porque un gato la piropeó deja de existir. Se ha convertido de nuevo en invisible. Una ratita del montón y más invisible que antes.

Así que de momento me quedo aquí en mi invisibilidad social pero corpórea, con mis cositas y me cuido de hacer caso a gatos pomposos que solo venden humo en forma de cumplidos vacíos. Desde mi rincón puedo observar tranquilamente el transcurrir cotidiano de la jungla y escribir los cuentos como me de a mí la gana sin necesidad de contentar a los grandes jefes que dictan el rumbo. Sin miedo alguno, porque las invisibles somos especialistas en que nadie nos eche de más. Y solo nos echan de menos nuestras hijas invisibles. Les contaremos nuestras versiones de la historia y tal vez ellas consigan salir en las fotos.