
Lía camina a mi lado. A ratos me adelanta y corretea feliz, ajena a todo. Para ella su mundo está aquí, en este parque y en su casa cercana, con su familia. Nada más importa. Lía piensa que está todo precioso. Todo huele más intenso porque no hay tanta contaminación. No anda como otros días, va dando saltitos, como si la hierba que ha crecido en las últimas semanas le hiciera cosquillas en las almohadillas de las patas. Brinca y se revuelca en el manto verde, espeso y blando salpicado de amarillos, morados, rojos. Yo disfruto viéndola disfrutar. Y también paseando con ella en un entorno tan bonito que parece fuera de lugar con la que está cayendo.
-Tenemos suerte, ¿verdad Lía? El parque está precioso y podemos estar solas prácticamente. Yo agradezco la soledad, ya lo sabes. Cuando hay mucha gente alrededor se me llena la cabeza de ruido y me aturullo. Necesito ordenar mis pensamientos en silencio. Si acaso, oyendo los pájaros, como ahora mismo. O tus jadeos. No me molestan tus jadeos, ni tus gruñiditos de placer cada vez que avistas un conejo debajo de un matorral. ¿Has visto qué bella está la jara? Qué flor más humilde y más hermosa. Y ese olor resinoso y dulzón que me transporta a la dehesa. Cómo me gusta este parque a mí también. ¿Sabes?, en ocasiones como esta, cuando no hay nadie alrededor y la carretera cercana está tan muda, sin apenas coches, fantaseo con que es mi jardín privado. Bueno, nuestro jardín privado.
La gravilla del camino cruje bajo mis botas. El suelo está húmedo y las hojas de los árboles brillan como cristalitos verdes, aún cargadas de gotas de la lluvia reciente. Alzo la vista y el cielo es de un azul espeso y luminoso, salpicado de nubes blancas, algunas grises. Es un cielo como hacía tiempo que no veía. O acaso es que hace mucho que no miro hacia arriba.
-Me obligas a mirar hacia abajo, Lía. A conectarme con lo terrenal, con tus paseos, tu ansia de caricias y de comida a todas horas. Tú sabes mejor que nadie disfrutar del momento. No hay cabida para miedos ni malos recuerdos en tu mundo sencillo. Sí que lo hay para disfrutar de olores, sonidos, sensaciones. Y creo que me estás enseñando a saborear esas cosas tan pequeñas y tan grandes al tiempo. Por suerte yo también me estoy volviendo un poco perro.
Pero no puedo dejar de pensar. Últimamente pienso mucho en la muerte. Creo que en los tiempos que corren es inevitable hacerlo. Pero no lo hago de una forma trágica. Hablo de la muerte sin dramatismos ni llantos, sino más bien como un hecho empírico, estadístico. Abres los periódicos y todos los días hay un recuento de cadáveres. Se suman por cientos, a veces por miles. Muchos piensan que sus muertos les preceden en su camino al cielo o al más allá. Yo no. Yo creo que nosotros no somos más que una suma de muertos. Muertos que se cargan a nuestras espaldas. Me giro y veo a Lía detrás de mí. Sus largos rizos ya no se agitan alocados. Ahora cuelgan y apenas se mueven cadenciosamente con el ritmo de su caminar. Ya ha estado corriendo un rato y ahora va andando a pasos lentos y cortos. Jadea un poco más que de costumbre. No sé si es porque ha engordado o simplemente se va haciendo mayor. Lleva ya un tiempo en el que se cansa más de lo normal. A menudo soy yo la que se para a cada rato para comprobar si me sigue. Camino un trecho y me vuelvo. Ahí está, veinte pasos por detrás, a mis espaldas, sumándose a fila de muertos que van detrás de mí. Y sé que si me paro más de un segundo se me amontonarán encima. Cuando eso ocurre suelo sentirlos como una envoltura, que a veces pesa como una manta mojada y otras veces apenas se nota, como velo de novia. No me molestan pero los adivino ahí.
-Qué suerte tenemos ¿verdad. Lía? Poder salir juntas. Tener este parque tan cerca de casa. Esta soledad para disfrutar de las flores, los árboles, los pájaros . Y esta primavera cargada de lluvia que ha preñado la tierra de promesas.