Cardiopatías

 

Corazón Roto, Corazón, Band Aid

—Lo que usted diga, Doctor Frankenstein—, contesté. La verdad es que el nombre de ese médico me dio mala espina desde el principio. ¿Pero quién en su sano juicio iba a pensar que no fuera otra cosa que el azar lo que había llevado a ese hombre a portar semejante apellido y a hacerse cirujano? ¿Acaso no era también casualidad que mi corazón comenzara a desajustarse el día que me dejaste? Aunque bien pensado, ¿quién mejor que él para arreglar un corazón roto? ¿Y qué mejor momento justo hoy que anuncian tormenta?

El laberinto interior

Laberinto, Gráfica, Hacer, Diseño, Rompecabezas, Camino

Mi madre me llamaba Edipo. Una vez cuando era niño fuimos con una excursión del ayuntamiento al teatro romano de Mérida. Ella estaba maravillada. «Mira, mi Edipo rey, qué hermoso todo, qué grandeza. ¿Sabes las representaciones que se habrán hecho aquí?». Adoraba la historia con letras mayúsculas, como le gustaba decir. Y el teatro. Sobre todo, los dramas ajenos. Se tragaba todas las obras que salían en aquel programa de la tele: “Estudio uno». Pero no creo que viera nunca ninguna de Sófocles, la verdad. Lo de Edipo lo oiría en alguna de las tertulias que televisaban. A mi padre no le gustaba nada toda aquella pantomima. Él prefería el fútbol. Y beber. No hablaba mucho y solo la miraba con el ceño fruncido. Luego ya sí. Luego empezó a hablar más. Para insultarla. Para decirle que era una paleta con aires de señorita. Y más cosas hacía. Mucho más. Así que yo decidí matarle y estudiar arte dramático y literatura. ¿Qué otra cosa podía hacer?

De aquello ha pasado mucho tiempo, muchas vidas que pudieron ser y algunas que nunca lo fueron. Pero en un bucle caprichoso del destino, ahora vivo en mi propia tragedia griega. Estoy encerrado en este lugar que llaman hospital, una exquisita prisión de paredes blancas donde cada noche me dan pastillas que yo trago sumiso. Se supone que son para mi salud mental, cómo si fuera fácil determinar qué pensamiento es o no saludable. Cómo si en esas cajitas estuvieran la respuestas a los enigmas que desde que nací no consigo descifrar. En cualquier caso yo las engullo para no soñar y para sumirme en un sueño espeso que me distraiga de mi realidad lacerante. Porque cada vez que abro los ojos aparecen personajes trágicos que se empeñan en arrastrarme al escenario desierto de aquel teatro romano que vi de niño agarrado de la mano de la mujer triste que fue mi madre. Medea. Mi Medea. Lleva puesta una bata blanca de doctora, pero no me engaña. Se parece demasiado a mi mujer. Grita el nombre de mis hijos muertos, porque sabe que la culpa me perfora los tímpanos. Por los pasillos deambula Tiresias, como un adivino de rasgos ambiguos que es capaz de ver a través de mi piel. Me observa con desprecio y vomita una culpa fétida sobre mí que me recuerda al olor acre de esos pequeños cuerpos putrefactos que tanto amé. Profetiza el menú del desayuno y sé que habrá otra vez zumo de sangre y corazones de inocentes. Por todas partes hay soldados cretenses que visten de enfermeros. Arrancan con rabia las últimas flores que crecen en el jardín. Bailan con los cadáveres de las estrellas caídas aquella noche de verano en el cuarto de juegos del apartamento que me tocó en el reparto de los despojos de pareja.

Pero de todos los habitantes de esta pesadilla hay uno especial, un soldado que se mira a través de mis ojos en el espejo de mi cuarto de baño. Yo lo llamo el Minotauro. Es alto y fuerte y se encarga de atar a los más rebeldes. Les aprieta fuerte la soga al cuello hasta que dejan de llorar para que no se derrame en lágrimas la luz del mundo. Desde el otro lado del cristal susurra que no entiende qué hago aquí: un escritor tan importante, que me ayudará a salir. Así noche tras noche. Hasta que un día despierto y lo veo sonreír sobre mi cama. Me desata mientras dice: “Te traigo el desayuno y un mapa para escapar de tu propia prisión”. Me guiña su ojo único justo antes de cerrar la puerta. Yo desdoblo el papel ansioso y veo dibujado un laberinto. Por supuesto. Al principio desespero, pero el camino está marcado y comprendo que, sin saberlo, ya lo he recorrido casi todo. La salida está muy cerca. Casi puedo tocarla. Solo tengo que atravesar mi ventana y saltar en vuelo hacia el sol, confiado. Como Ícaro confiaba en su padre. Como yo siempre hice con mi madre.

Fairmont Hotel

Hall, Espacio, Lugares Perdidos, Hotel

Te piden que cuentes una de las tuyas. De fantasmas, dice la pequeña Abby, entusiasmada desde su rincón en el cuarto de las escobas. Y tú te haces el remolón, pero solo un poco. Porque sabes (y saben) que en el fondo te encanta contar historias tenebrosas. Te acomodas en el suelo entre Gerald, el ascensorista y Polly, la mucama, y te dispones a amenizarles otra velada más en el hotel. Les hablas de los espíritus que mueven las cortinas cada mañana, cómo atisbas sus movimientos repetitivos escondido tras las puertas. Riiis-raaas. Por las noches se cierran, y por las mañanas se abren. Inexplicable, espeluznante.
Disfrutas asustándolos, hablando del sonido de pasos que deambulan noche y día; o del olor a tabaco que penetra por algunas ventanas. De las flores muertas que aparecen en el recibidor. Hablas sin parar porque su espanto te distrae del tuyo: el miedo a no despertar de esta pesadilla, a no poder salir nunca de ese cuarto donde te vas desvaneciendo, junto a los otros espectros de este hotel perdido en el tiempo.

Besos en la ciudad

beso y tren en movimiento

La ciudad estaba llena de gente. A cualquier hora cualquier día. Gente que se besaba, que iba y venía. Gente con prisa, que llegaba tarde. Siempre llegaba tarde. Tarde al trabajo, tarde al colegio, tarde a la facultad, tarde a una cita. Tarde. Los andenes de cada estación de metro estaban llenos de apresurados que se despedían o se saludaban sin saborear los besos, como si los besos fueran un excedente barato, poco cotizado de tanta oferta que había en el mercado. De vez en cuando, algún que otro raro coincidía con otra u otro raro y llegaban a tiempo de besarse fugazmente aderezando el beso con una pizca de pasión intempestiva. Eso sí, con prisa, que llegamos tarde. Se encontraban, se abrazaban con urgencia, se buscaban las bocas y se fundían durante un par de minutos intensos. Esto pasaba de vez en cuando. Sólo un par de minutos eternos. Que paraban el tiempo. Pero inevitablemente la ciudad proseguía con su exigencia implacable. Un día comenzó a ser extraño aquello. Ahora ya es casi un milagro. Tanto que cuando sucede la comunión de dos labios, siempre hay alguien que detiene el paso y mirando se acuerda de cuando tuvo oportunidad de disfrutar de ese amor verdadero que duró lo que tarda en llegar el siguiente tren. Y se arrepiente de haberlo cogido. De no haberse quedado para siempre en aquel andén, en aquel beso

Lastres

Ya estoy en casa, pensó el gato de la señora Amalia. Salió decidido del trasportín, se estiró, rozó su lomo en cada esquina del sofá y olisqueó todo, satisfecho, dispuesto a olvidar los últimos meses en aquel lugar extraño. Al principio sólo había discusiones y malas caras, mientras él y su humana vivían arrinconados en un cuarto ridículo. No paraba de oír tres palabras: residencia y puto gato. Un día pararon los gritos, pero se dió cuenta de que Amalia desapareció, aunque no entendía por qué se marchó sin él. Luego le trajeron de nuevo a casa. Por fin.

Caminó sinuoso hacia la cama y se arrebujó en la bata de Amalia a esperarla, como de costumbre. Con solo imaginar el suave deslizar de sus zapatillas acercándose por el pasillo se le escapó un ronroneo de puro placer. Estaba tan absorto que no reparó en el cuenco vacío de comida. Tampoco se dió cuenta de que Amalia no estaba, ni oyó cuando cerraron la puerta con dos vueltas de llave.

Fotos

Ayer abrí la galería de fotos del móvil y casi se me saltan las lágrimas. El repertorio de fotos de este año me parecía una película maravillosa. Lo cierto es que en el momento en que capturé esas imágenes no me parecía estar viviendo un momento tan memorable. Lo triste es que ahora sí me lo parece. Veréis, el mes de enero comenzó con la apertura de los regalos de Reyes, fotos de roscones y de sonrisas. Abrazos en familia, mi perra paseando por el parque, mi perra en posturas graciosas. Tenemos fotos de una escapada de fin de semana, a lo romántico, cena con velitas, visita a bodegas, incluso un baño en un spa (vivíamos peligrosamente hace unos meses). En febrero nos fuimos a una reunión de frikis de los mangas, la Japan Weekend nada menos. Miles de personas venidas de toda España y algunas de la otra punta del mundo, la mayoría más jóvenes que nosotros (no que mis hijas, por supuesto) que ya se sabe que son ellos muy de abrazarse, compartir bebidas, bocatas, besos, babas y de todo. Y sudan, sudan mucho todas esas hormonas por los poros de sus pieles tan tersas aún. Y en medio todo nosotros, tan felices, tan inocentes. Eso sí, las fotos son coloridas, exóticas a más no poder. Imprudentemente divertidas.

Marzo nos trajo un regalo que cada día que pasa valoro un poquito más. Ahí me harté a hacer fotos. Facebook y algunas redes sociales lo atestiguan. Visité Comillas junto con mi marido y otras cuarenta y tantas o cincuenta y tantas personas (no lo recuerdo bien) amantes de las letras. Amigos todos, unidos por nuestro vicio inocente de leer y escribir, que de vez en cuando nos entregamos (nos entregábamos) a los placeres más mundanos. Bebimos, comimos, nos rozamos, nos besamos, nos abrazamos como si inconscientemente intuyéramos que no habría un mañana. Porque la verdad es que no lo había. Bueno, sí que ha habido mañanas después de aquello pero ninguna ha sido como las mañanas solían ser. Ni las tardes, ni las noches.

Después de ésas, tengo muchas otras fotos. No he dejado de hacerlas. La mayoría son fotos «de interior». De los interiores de mi casa y de mis propios interiores: imágenes de cosas que me llaman la atención, flores, objetos, cosas que me hacen pensar. Pienso mucho últimamente. Incluso más de lo normal, y eso que yo siempre he sido de pensar demasiado.

Llegó el verano y nos atrevimos a explorar alguna región del norte. También soy de buscar el norte siempre. Será porque tiendo a perderlo. Son bonitas las fotos pero tienen algo. No, más bien les falta algo: cierto brillo, cierta pátina de libertad a pesar de reflejar paisajes al aire libre. Y también les sobra la dichosa mascarilla a todas.

Me limpio las lágrimas que asoman a mi corazón y respiro hondo. Me obligo a seguir adelante, a levantarme, pero me resulta muy difícil asumir que ya no volverán esos tiempos felices. Que el tiempo pasa inexorablemente es algo impepinable, con o sin pandemia. Que ese aguijonazo de nostalgia siempre lo voy a tener es incuestionable. Soy así. Pero creedme, la nostalgia que siento de la vida de hace tan solo ocho meses es inabarcable.