Pan de Cádiz

Éramos Sonia, Mario y yo. Hasta que conocimos a Raquel una tarde adolescente de finales de junio en la playa de La Caleta. Nos ofreció su toalla gigante, y aquel verano el mundo para nosotros se redujo a la isla de sueños que formaba ese trozo de tela rojo con caballitos de mar pintados. Los castillos en la arena se nos quedaron pequeños y empezamos a hacerlos en el aire. Sonia y Mario se inventaron un palacio y sellaron las puertas con besos torpes y babosos tras el espigón. Mientras, Raquel y yo mirábamos las olas en silencio. Su pelo ondeaba al viento y olía a mazapán. El último día, después de las promesas falsas de no olvidarnos, ella sacó la toalla partida en cuatro trozos con nuestros nombres bordados. Mario y Sonia intercambiaron los suyos. Yo no me atreví a hacer lo mismo con Raquel.

Recuerdo aquel verano como si no hubiera existido otro aquí sentado en El Malecón, mirando a un niño de piel tostada que arrastra un trozo de toalla vieja. Tras el corre una mujer de hermosa melena. Alcanza al niño, lo alza en brazos y lo besa. Acaban de pasar justo a mi lado. Juro que huelen a pan de Cádiz.

Tejados

Cuando no me miráis suelo cerrar los ojos y subirme a los tejados. Ando por allí entre las cagadas de palomas y la maraña de antenas buscando no sé qué. Me gusta acercarme al borde e imaginar que tengo alas.

Otras veces se me escapa la mirada por la ventana de la cocina cuando estáis todos en el salón y sueño que me acerco a la cuneta de carretera. Entre botellas de plástico llenas de orines, cadáveres de conejos atropellados, colillas y basura observo cómo pasan los coches mientras el viento que levantan me agita la ropa. Me gusta imaginar que puedo cruzar de un salto como si fuera un gamo.

Pero no os dais cuenta porque siempre suelo volver puntual para la cena.