Éramos Sonia, Mario y yo. Hasta que conocimos a Raquel una tarde adolescente de finales de junio en la playa de La Caleta. Nos ofreció su toalla gigante, y aquel verano el mundo para nosotros se redujo a la isla de sueños que formaba ese trozo de tela rojo con caballitos de mar pintados. Los castillos en la arena se nos quedaron pequeños y empezamos a hacerlos en el aire. Sonia y Mario se inventaron un palacio y sellaron las puertas con besos torpes y babosos tras el espigón. Mientras, Raquel y yo mirábamos las olas en silencio. Su pelo ondeaba al viento y olía a mazapán. El último día, después de las promesas falsas de no olvidarnos, ella sacó la toalla partida en cuatro trozos con nuestros nombres bordados. Mario y Sonia intercambiaron los suyos. Yo no me atreví a hacer lo mismo con Raquel.
Recuerdo aquel verano como si no hubiera existido otro aquí sentado en El Malecón, mirando a un niño de piel tostada que arrastra un trozo de toalla vieja. Tras el corre una mujer de hermosa melena. Alcanza al niño, lo alza en brazos y lo besa. Acaban de pasar justo a mi lado. Juro que huelen a pan de Cádiz.