Mayte Blasco nos lleva de la mano, como acostumbra a hacer, con su prosa ágil, clara y sin concesiones a la mojigatería durante un recorrido por diez cárceles interiores. Diez Jaulas de hormigón, diez historias cotidianas que suceden en la intimidad de las cuatro paredes en las que nos solemos ocultar de la insoportable realidad, donde nos podemos quitar la máscara. Dentro de los refugios particulares se desatan las tormentas que arrasan a cada uno de los personajes femeninos que componen este collage de desasosiegos y sufrimientos aparentemente prosaicos.
Mayte tiene una rara y preciosa habilidad para describir los paisajes interiores de personajes turbados, maltratados por las circunstancias sociales y personales. Se confirma por tanto, su compromiso con la denuncia de situaciones injustas, ya sean relacionadas con la ecología, con la política o con las desigualdades por razón de género.
En el caso de Jaulas de hormigón sobrevuela durante todo el libro el sentimiento de desesperanza y frustración de distintas mujeres. Mujeres sometidas al matrimonio como si fuese un sacerdocio. Madres abandonadas a la deriva del amor perdido de los vástagos, esposas ignoradas y anuladas, madres huérfanas de hijos que se refugian en los paraísos artificiales del sexo o el alcohol, mujeres que naufragan en las aguas turbulentas de una maternidad castrante, mujeres atrapadas en cuerpos con los que no se identifican, mujeres violadas y traumatizadas. Mujeres, en definitiva, trazadas todas por una herida abierta que no deja de sangrar.
Pero lo cierto, y aquí es donde radica la maestría de la escritora, es que sean mujeres u hombres los protagonistas de cada historia, la descripción del alma y de los sentimientos es común a todos y está tan bien dibujada que el libro adquiere una dimensión que trasciende lo anecdótico y nos cala de tal forma que tiempo después de leer la última línea continuarán resonando en nuestra cabeza esas grandes historias mínimas.
La belleza está en los detalles desapercibidos. Está en unas manos de niño Recogiendo la flores silvestres sobre las que otros no reparan. Tener ojos de niño, Paseando por el parque Volver al asombro de la infancia.
Ser paloma de ciudad, exiliada de su patria. Mutilada en el margen estrecho del mundo. Buscando refugio Bajo el temporal. Siempre hambrienta de horizontes limpios.
La primavera ya asoma la cabeza con descaro. Saca los dientes y muerde el sol como un león africano,
perdido, huraño, metido a la fuerza en un zoo cercado. Ajenos a todo muchos ríen en esta Cálida primavera vestida casi de verano. Pero algunos echamos de menos las nieves de antaño.
Puede que termine todo perdido de astillas de hueso, tendones desgarrados y sangre, mucha sangre. O quizás no tanta. A base de no pensar mucho las ideas deben estár más bien flacas.
Quisiera que me arrancasen la cabeza de un tajo seco, como ideó Monsieur Guillotine. Qué elegantes quedaban las cabezas. Limpias de inmundicias y convenientemente retocadas con maquillaje. Una buena capa de polvos de arroz, colorete a profusión, bien peinada y sostenida en un a peana con una cinta roja al cuello no vayan a verse los restos de la carnicería. Eso sí con mi nombre debajo que diga la cabeza de Sara. No teman, es inofensiva
No soy ave de corral No soy perro de sofá Ni soy planta de maceta No soy una madre abnegada con hijas amorosas que me reciben con besos y abrazos. No, no somos una estampa de familia de película americana. Tampoco soy una esposa sumisa que aguarda a su hombre haciendo calceta Sé muy bien lo que no soy.
No tengo claro quién fui. Algunos me llaman poeta.