Malena

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Fotografía de Ann Mansolino

Malena tenía los brazos largos. Así era: una niña triste y con los brazos largos. O al menos así la recuerdo yo. Ningún otro rasgo. Sus brazos… Y su mirada. No podría decir si era rubia o morena, si tenía los ojos claros u oscuros, ni si era guapa o fea, alta o baja. Sólo sus brazos, largos como los de un orangután. A veces sueño con ella, no sé por qué, y la veo con sus bracitos de niña, delgaditos y muy largos, arrastrándolos como hacen esos simios, y con la mirada triste y afable al mismo tiempo. Igual que los orangutanes.  La recuerdo caminando  por el patio del colegio, con los brazos desproporcionados en comparación con el resto de su cuerpo y colgándolos a la primera de cambio de cualquiera de sus compañeras. La conocí cuando apenas tenía seis años y recién empezábamos la etapa escolar. Nunca estuvo en mi clase, pero coincidíamos en el recreo, en la biblioteca, en los baños. Ella y yo. Ella y su tristeza. Ella y sus brazos buscando desesperadamente a quien aferrarse. Como esos monitos  huérfanos que rodean el cuello de sus cuidadores en los documentales que ponen en la sobremesa. Apenas lloraba, como solíamos hacer todos por cosas de niños: un empujón, una caída, una mofa de alguno. Si algo le pasaba, agachaba la cabeza y suspiraba resignada. Y en cuanto podía buscaba el abrazo a menudo no correspondido de la maestra, del conserje, de la niña que tuviera más cerca. O de quien fuera.

A la salida de colegio, mientras me reunía con mi madre y mis hermanos, yo solía seguir a  Malena con la mirada. Con sus bracitos pegados a ambos lados del cuerpo y arrastrando los pies, solía salir rezagada. Caminaba muy despacio, como a cámara lenta, y terminaba reuniéndose con su padre que la esperaba siempre solo, apoyado en la misma farola. A él nunca le tendía los brazos. Repentinamente, se volvían inertes y pesados. Si los miraba fijamente casi me parecía ver cómo le colgaban de las manitas un par de pesas de las grandes, de las que solían salir pintadas en el libro de matemáticas, atrayendo sus brazos obstinadamente al suelo. Igual que su mirada.

 

 

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Memorias

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Con los pies a remojo mientras pescaban en su río, Anselmo y Domingo se contaban mutuamente sus historias. Repasaban cada día y con todo detalle sus anécdotas de juventud. Lanzaban la caña invisible, y enseguida sacaban, uno tras otro, recuerdos frescos y brillantes. Así hasta que entraba la enfermera y les parloteaba sin parar en un idioma que apenas comprendían sobre normas, pastillas, rehabilitación… Luego, cuando se iba con gesto de fastidio, ellos llenaban de nuevo las palanganas y volvían a sentarse en la cama.

Exploradora

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Ya recogerían la mesa mañana por la mañana. Camino del pasillo, a Ana se le cuela ese pensamiento atropellado entre besos ansiosos. O si no, pasado, decide mientras se quitan la ropa con prisa. O al otro, piensa al tiempo que caen sobre el colchón. O nunca. Total, ahora mismo no piensa volver jamás a esa cocina ni a ese piso cochambroso, ni a esa vida gris. Acaba de embarcarse en un viaje por tierras inexploradas. Tiene mucha piel que recorrer,  y no piensa traspasar las fronteras en mucho tiempo. Por lo menos, hasta que amanezca.