La belleza de una flor marchita yace entre los pétalos resecos, arrugados. Pétalos que ya no son suaves y que se pliegan hacia el centro en un intento vano de proteger las semillas de un nuevo árbol. Pero vendrá el viento, la lluvia, el tiempo y destrozará la exigua muralla. La flor hermosa que fue desaparecerá en el recuerdo hasta que en alguna de sus semillas germinadas vuelva a brillar el color y la tersura de la vida.
Y entonces cierras los ojos y descubres que tienes un jardín por dentro. A la sombra del platanero, bajo una fuente de piedra con angelotes como de otra época te refugias mientras oyes el agua cantar. Y te concentras en ese minúsculo espacio húmedo, cálido y blando. Te concentras mucho para no oír el tráfico. Para no oír el retumbar del corazón y las arterias putrefactas de la ciudad que te asedia. Y te quedas allí en otro lugar, en otro tiempo, en un instante eterno bajo los helechos.
Para ver bien llover hay que subir a la cima. El cielo se torna gris como un puño cerrado y derrama un agua preñada de esperanzas que empapa la tierra seca, áspera. La transforma en materia suave y blanda y por un instante despierta la semilla oculta entre los pedregales. A veces subo a la cumbre del tiempo detenido para sentir el trueno rompiendo el aire caliente. Miro el rayo fugaz que le precede. Enjuago penas y huesos con la lluvia sanadora que lava la pátina amarga de los días presentes.
Septiembre es el mes de la vendimia. Tiempo precioso de recoger frutos madurados al sol. Es un mes mágico que nos hace macerar los recuerdos amables del verano para destilar un vino, a veces amargo de nostalgia con el que calentar los huesos durante el frío invierno de las rutinas prosaicas. De coger trenes que no nos llevan a ninguna parte. De madrugadas estériles y jornadas grises. De tardes lluviosas añorando el aire limpio del campo humilde.
El martes estuve con él. Paseamos por la Casa de Campo. El paisaje era un poco deprimente, con los patos inmóviles flotando sobre el lago de aguas turbias. Con las primeras putas que comenzaban a aparecer. Y el frío. Como el que había entre ambos. No quise hacerle daño. Me lo he repetido tantas veces. Sin embargo, allí paseando entre los árboles desnudos con el viento invernal de Madrid cortándome la cara, me pregunté por primera vez si en realidad a quien hice daño fue a mí misma. Me pregunto si cuando pasen los años seguiremos viéndonos. Tengo la certeza de que no. Casi puedo verlo perfectamente: casado, con un niño o dos quizás, mientras yo sigo sola. Y tal vez un día nos encontremos. Y hablaremos de cosas banales dejando de lado todas aquellas que de veras queremos preguntarnos. Y después de todo, seguiremos siendo ambos los mismos desconocidos que se cruzaron un momento antes. Volveremos a nuestras casas con un nuevo vacío en el corazón porque nos daremos cuenta de que el otro ha muerto hace muchos años, justo una fría tarde de invierno en Madrid, paseando entre los árboles grises de la Casa de Campo, mirando a las putas madrugadoras que se cruzan en su camino.
Extraído de «Paraguas de colores para días grises»
Es esa que te incomoda cuando tú desvías la tuya al pasar a su lado en el cajero automático que ha convertido en su hogar. Es la de aquel que se quedó anclado en los cinco años, aunque ya las arrugas surquen su piel, y que tú escabulles para que no te recuerde tu propia fragilidad. Es la de esos ojos de piel tostada y acento extranjero que dormita cansada en el asiento del metro mientras tú ignoras hábilmente su presencia. La otra mirada es la que te devuelve el espejo al llegar a casa cuando a fuerza de no mirar se te caen todas las corazas
Es una aventura esto de escribir y se vuelve divertido, complicado, inquietante, aterrador, con vida propia cuando llega y, si se queda, toma el control.