Charcos

Lugares Perdidos, Edad, Decaimiento, Ruina

Mira alrededor buscando a su madre. Se siente mareado, un poco confuso. Como si el mundo se le hubiera vuelto del revés. Donde antes estaba el suelo ahora están las copas de los árboles. Sus pies intentan caminar dando pasos convulsos sobre el aire, buscando la acera como quien busca el fondo en una piscina de agua turbia para darse impulso y subir a la superficie. Entre la maraña de pensamientos borrascosos como las nubes que amenazan lluvia esa mañana de otoño, rescata retazos  de la vida ordinaria que hasta hace un instante se sucedía en su casa un día laborable cualquiera. Madrugar, tomarse la leche apresurado, rezongar un poco, me duele la tripa, no me gusta esta nueva casa, ni el colegio, ni este barrio; algún regaño de su madre, venga, se te pasará y ya te acostumbrarás. Luego, salir de casa hacia la escuela. Con botas de agua, mamá, quiero pisar los charcos. Déjame por lo menos eso.  Pero ni uno pequeñito ha encontrado. Justo cuando estaban a punto de llegar a la esquina de la calle, donde el asfalto mal peraltado forma un embalse de agua en cuanto caen cuatro gotas, se han parado en seco.  Sorprendido, le ha parecido ver la sonrisa de su padre mientras abrazaba a su madre muy fuerte. Después se ha visto arrastrado a un extraño viaje en el que todo da vueltas y desaparece. Se le escapan las ideas de la cabeza arremolinadas como un vendaval mientras busca un punto de apoyo para no seguir cayendo. Cierra la mano para apretar la de su madre pero no la siente. De repente ya no está. No están tampoco los árboles, ni los coches, ni la acera. No están sus brillantes botas de agua rojas. Ni los charcos. No hay gente, ni luz, ni aire. Nada. Ni siquiera el miedo que le muerde la barriga y siempre le acompaña. El miedo. No sabe cómo se ha ido el miedo. Lo único que acierta a pensar es que se debió quedar enganchado en el filo de la navaja de su padre.

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Oświęcim

Viajes ferroviarios de ayer, hoy y mañana: Auschwitz-Birkenau: aquellos  trenes de la muerte...

Temblamos de pánico hacinados en aquellos trenes que nos llevaron al infierno y el temblor ya no se fue. Nos temblaba todo: manos, rodillas, mandíbula. Nos crepitaba la voz si hablábamos. Por las noches seguíamos tiritando, pero al miedo se sumaba el frío. Hasta que encontré a Karl. Acoplábamos nuestros cuerpos enjutos en el catre y compartíamos calor y vivencias. Él hablaba de su equipo de fútbol; yo, de mis clases de pintura. Un día Karl desapareció, lo convirtieron en humo, y el temblor volvió para siempre. El médico que me trata ahora lo llama Parkinson. Yo lo llamo terror.

Relato mencionado en el VIII certamen de microrrelato ‘Realidad ilusoria. Muchas gracias a Miguel Ángel Page por la organización del concurso.