Ya estoy en casa, pensó el gato de la señora Amalia. Salió decidido del trasportín, se estiró, rozó su lomo en cada esquina del sofá y olisqueó todo, satisfecho, dispuesto a olvidar los últimos meses en aquel lugar extraño. Al principio sólo había discusiones y malas caras, mientras él y su humana vivían arrinconados en un cuarto ridículo. No paraba de oír tres palabras: residencia y puto gato. Un día pararon los gritos, pero se dió cuenta de que Amalia desapareció, aunque no entendía por qué se marchó sin él. Luego le trajeron de nuevo a casa. Por fin.
Caminó sinuoso hacia la cama y se arrebujó en la bata de Amalia a esperarla, como de costumbre. Con solo imaginar el suave deslizar de sus zapatillas acercándose por el pasillo se le escapó un ronroneo de puro placer. Estaba tan absorto que no reparó en el cuenco vacío de comida. Tampoco se dió cuenta de que Amalia no estaba, ni oyó cuando cerraron la puerta con dos vueltas de llave.

La historia tremenda de un doble abandono, contada por una de las víctimas, un gato, que solo percibe una parte de la realidad, pero que hace que la comprendamos al completo.
Muy buen relato y y muy buena apuesta, Sara.
Un abrazo
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Muchas gracias, Ángel. A veces juego con las frases del concurso pero con mis propias reglas. La verdad es que el corsé de las cien palabras cada vez me aprieta más.
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