
Te piden que cuentes una de las tuyas. De fantasmas, dice la pequeña Abby, entusiasmada desde su rincón en el cuarto de las escobas. Y tú te haces el remolón, pero solo un poco. Porque sabes (y saben) que en el fondo te encanta contar historias tenebrosas. Te acomodas en el suelo entre Gerald, el ascensorista y Polly, la mucama, y te dispones a amenizarles otra velada más en el hotel. Les hablas de los espíritus que mueven las cortinas cada mañana, cómo atisbas sus movimientos repetitivos escondido tras las puertas. Riiis-raaas. Por las noches se cierran, y por las mañanas se abren. Inexplicable, espeluznante.
Disfrutas asustándolos, hablando del sonido de pasos que deambulan noche y día; o del olor a tabaco que penetra por algunas ventanas. De las flores muertas que aparecen en el recibidor. Hablas sin parar porque su espanto te distrae del tuyo: el miedo a no despertar de esta pesadilla, a no poder salir nunca de ese cuarto donde te vas desvaneciendo, junto a los otros espectros de este hotel perdido en el tiempo.