El andén de los besos perdidos

La ciudad estaba llena de gente. A cualquier hora cualquier día. Gente que se besaba, que iba y venía. Gente con prisa, que llegaba tarde. Siempre llegaba tarde. Tarde al trabajo, tarde al colegio, tarde a la facultad, tarde a una cita. Tarde. Los andenes de cada estación de metro estaban llenos de apresurados que se despedían o se saludaban sin saborear los besos, como si los besos fueran un excedente barato, poco cotizado de tanta oferta que había en el mercado. De vez en cuando, algún que otro raro coincidía con otra u otro raro y llegaban a tiempo de besarse fugazmente aderezando el beso con una pizca de pasión intempestiva. Eso sí, con prisa, que llegamos tarde. Se encontraban, se abrazaban con urgencia, se buscaban las bocas y se fundían durante un par de minutos intensos. Esto pasaba de vez en cuando. Sólo un par de minutos eternos. Que paraban el tiempo. Pero inevitablemente la ciudad proseguía con su exigencia implacable. Un día comenzó a ser extraño aquello. Ahora ya es casi un milagro. Tanto que cuando sucede la comunión de dos labios, siempre hay alguien que detiene el paso y mirando se acuerda de cuando tuvo oportunidad de disfrutar de ese amor verdadero que duró lo que tarda en llegar el siguiente tren. Y se arrepiente de haberlo cogido. De no haberse quedado para siempre en aquel andén, en aquel beso.

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