
La niña dice que aparecen en cualquier sitio. Bueno, que aparecían. Hace tiempo que ya no los ve. Ella los llamaba «los hombres de alquitrán» porque son negros, muy negros, pero con esa apariencia esponjosa como de piedra pómez propia del alquitrán. En realidad no son hombres. Son siluetas con forma de persona. A veces están en el salón sentados delante del televisor, otras sentados en la cama. Y, lo más inquietante, siempre se sujetan la cabeza pensativos, cabizbajos, como si estuvieran preocupados, llorando o mesándose los cabellos.
La niña me cuenta que empezó a ocurrir al trasladarnos a esta casa. Ella era pequeña. Recuerdo que por aquel entonces no nos terminábamos de acomodar a estas paredes, a estas habitaciones que se nos hacían demasiado grandes para nuestros cuerpos mínimos de simples trabajadores tocados por la gloria efímera. Porque sí, fue un golpe de suerte lo que nos trajo a ella. Al menos lo creímos al principio. Luego ya no. No cuando llegábamos del trabajo exhaustos para pagar las facturas que requerían el mantenimiento de este sueño: esta casona grande que reinaba sobre una colina a las afueras de la ciudad gris y mediocre. Pero nos tumbábamos cada noche en el jardín trasero con un gin-tonic en la mano para brindar por nuestra suerte mirando de reojo el edificio tan hermoso, tan nuestro. Y tan lleno de ese aire vacío y espeso que se resistía a entrar en los pulmones. La niña aún correteaba ajena a todo, pero sus risas se iban apagando. Poco a poco dejó de reír por cualquier tontería como hacía antes. Nosotros también. Mientras uno estaba en la biblioteca, el otro deambulaba por el desván procurando evitarnos para no leer en nuestras miradas la nostalgia mutua. Y los hombres de alquitrán mientras tanto, ocupando el lugar de nuestros cuerpos. Aovillados llorando, lamentaban la perdida de no se sabía qué.
Ahora lo sé. Ahora que la niña no es niña, que solo viene de visita y procura no quedarse demasiado. Ahora que llevo aquí décadas sola, desde que su padre se salió con el coche en aquella curva mal peraltada y llena de gravilla, sin suficiente alquitrán para que los neumáticos no resbalasen. Ahora que me lo cuenta lo he entendido. Porque yo también hace tiempo que los veo con estos ojos de vieja que vislumbran el portal que conecta los mundos oscuros que nos habitan. Y comprendo que no somos más que nosotros mismos: la sombra de nuestros deseos cumplidos, de nuestros sueños por cumplir. La tristeza hecha materia porosa y negra que vamos dejando, ensuciando todo a nuestro paso. El perro también los ve. Los huele, por supuesto. Capta el olor acre del miedo antiguo. Hace lo que puede. Lame el suelo a mi paso y por las noches se acurruca a mi lado para protegerme de mí misma. Él también lo entiende.
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