Yo tuve una gata
que se llamaba Cleopatra.
Cleo, para acortar.
Era una gata elegante y refinada
que ronroneaba
con voz de cascabel
y se movía sinuosa por la casa,
dueña absoluta de sus dominios.
Paseaba su minina presencia
con un porte indiscutible
de reina gatuna.
Trepaba suavemente con sus garras por mi espalda
y, a veces, cuando estaba triste,
se me acurrucaba.
Mi pequeña tigresa emperatriz del Siam
tenía unos ojos azules como el mar sereno.
Pero podían tornarse en galerna
en cualquier momento.
Cuando yo escribía posaba su patita
sobre mis manos, juguetona.
Dormía aovillada a mis pies, inseparable.
Por las mañanas me miraba al espejo
para quitarme el sueño.
Me lavaba, me cepillaba el pelo y
ponía color a mis mejillas.
Ella se asomaba detrás de mí observando mi reflejo,
curiosa y satisfecha.
Al salir de casa me despedía
con un maullido corto y lastimero:
«Vuelve pronto».
Recuerdo que acababa de morir mi abuela
cuando Cleo llegó a mi vida.
Pasaba yo largas noches
llorando su ausencia.
Buscándola por la casa
en el aire que ya no ocupaba.
Y entonces mi gata saltaba a mi regazo,
más consoladora que mimosa
y me miraba fijamente —lo juro—
con los ojos mismos ojos gatunos
que tenía mi abuela.
Y me decía con un maullido alto y claro:
«No llores. Estoy aquí».
Colaboración para la revista «Profesor Jonk»