Cuando se marcha una persona que siempre ha estado ahí desde el día en que naciste. Que forma parte de tu recuerdo desde que tienes memoria, algo se astilla por dentro. Te crees a estas alturas invencible ya. Piensas que la costra que has ido creando en tu interior no puede ser traspasada fácilmente. Pero no cuando se muere una figura de tu universo infantil, que es al fin y al cabo, el único universo que siempre nos acompañará. Porque no somos más que los niños que fuimos, enterrados bajo una capa de artificios que aprendimos a colocarnos o que nos colocaron sin quererlo. De vez en cuando nos permitimos conectar con ese yo tan nuestro y genuino. Ese yo niño, desnudo, que solo los que nos vieron crecer conocen y solo a ellos permitimos ya en la edad adulta acceder.
Mi mundo infantil, mi yo más auténtico vive para siempre en una pequeña aldea de un pueblo extremeño. Concretamente habita el interior de una casa revestida de piedra de pizarra con olor a brasero, donde vivirán hasta el día de mi muerte mis dos abuelos, con el mismo aspecto, las mismas caras y las mismas conversaciones, ajenas ya al paso del tiempo. Recorre apenas un par de calles, que ni siquiera están asfaltadas y llega hasta la vuelta de la esquina, a otra casa igual de vieja, con un pequeño patio en la entrada lleno siempre de flores. En un rincón de ese patio hay un aljibe misterioso. —Aljibe es una palabra que siempre me acompañará también—. De ese pozo con aires árabes se extrae el agua para regar las innumerables macetas que siempre hay y siempre habrá. Aunque en los últimos años hayan ido desapareciendo al ritmo que los dolores y las arrugas de su propietaria iban aumentando: mi Tía. En realidad, mi tía lejana. Pero tan cercana como la vecindad permite. Tan cercana como lo es para un niño el entrar y salir de su casa como «Perico».
Con cinco, seis, siete años, el mundo ofrece infinitas posibilidades aunque sea en un espacio tan aparentemente reducido. La curiosidad a esas edades se alimenta del más nimio detalle, como ver a mi tía arrodillada limpiando las damajuanas con un puñado de arroz y un chorrito de agua. Agitaba con brío la botella, los granos de arroz golpeando las paredes de vidrio y arrastrando la suciedad en un ritmo casi musical. Mis ojos de niña quedaron para siempre hipnotizados con el truco de magia cuando la vaciaba y se veía reluciente por dentro. Se me cuela sin remedio en ese recuerdo mi tío, que muchas veces entraba recién llegado del campo de regar el huerto, con su cigarrillo colgando de su labio inferior en imposible equilibrio y con un perrillo detrás que se llama y se llamará siempre Sombra. Porque mi tía, mi tío y Sombra ya se han convertido los tres en figuras inmortales de un diorama que a partir de ahora visitaré con nostalgia.
A medida que pasaron los años y la adultez se apoderó de mí, mi mundo se expandió. Dejé de ir a la casa del patio de mi Tía tan a menudo. Y cuando lo hacía encontraba cada vez más similitudes entre ella y mi propia abuela —que ya se había marchado siendo yo apenas una aprendiz de mujer—, a medida que envejecíamos ambas. Y empecé a apreciarla más aún, con la misma certeza con la que se guarda un tesoro efímero dentro de una cajita de cartón, lo suficientemente fuerte el cartón para mantenerlo oculto pero tan frágil que una lágrima pueda deshacerlo.
Hoy se ha roto la cajita. Se ha desvelado el contenido: un cuerpo anciano y maltrecho, medio olvidado en la tempestad de soledades que se ha desatado en los últimos dos años. Pero al mismo tiempo se ha ido a vivir para siempre en el hueco que ha dejado en mi recuerdo.