Hacía tres años que Miguel Delibes había publicado su novela «El príncipe destronado». Hacía cuatro meses y 17 días que España era libre del yugo del dictador cuando yo perdí mi trono. En aquel momento, mientras en el país se estaba fraguando la transición democrática, en mi casa mi reinado empezó a entrar en declive sin mi consentimiento. Apenas había durado mi privilegio ochocientos once días. Veintisiete meses siendo la princesa de la familia. Veintisiete meses disfrutando en exclusiva de todas las atenciones y mimos. Al principio ni me enteré de lo que se avecinaba. Ni siquiera me di cuenta de cuándo desapareció mi madre y regresó con mis hermanos ocupando sus dos brazos. Mellizos. Para colmo, dos. Y para colmo, niños. Dicen mis padres que la acogida fue buena, que los vi como un par de muñequitos y que incluso fui a colocarles un peluche a cada uno en sus cunitas para que les hicieran compañía la primera noche que durmieron en mi reino. Luego vinieron los llantos, las urgencias, los pañales, los biberones, las papillas. La conciencia de que llegaron para quedarse. Mi padre sentado frente a mi madre con sendos niños en el regazo dándoles de comer. Me recuerdo debajo de la mesa, esperando mi turno. Cuando salíamos a pasear mi madre llevaba un enorme carrito aparatoso con dos asientos enfrentados. En el medio de ambos había un espacio para poner los pies en el que yo viajaba acurrucada. Después comenzaron a andar, a hablar, a jugar. Yo envidiaba su complicidad, su posición de hermanos menores, despreocupados. Entonces quise ser un niño como ellos, y jugar a las mismas cosas, que me parecían mil veces más divertidas que los tontos juegos de chicas a los que estaba condenada porque era lo que en aquella época tocaba. Más adelante me conformé con desear una hermana. Una niña con la que poder compartir cosas de chicas. Porque ellos eran dos y yo era sólo una.
De repente, un día dejé de desear tener una hermana. Dejé de sentirme la mitad incompleta de una pareja. También dejé de rivalizar con mis hermanos. Me olvidé de los celos y acepté que nuestro trío de hermanos era perfecto como era. Hoy cumplen cuarenta y cinco años y puedo decir que tengo la suerte de tenerlos en mi vida. A pesar de su llegada intempestiva aquel 17 de abril, a pesar de haberme arrebatado el trono, hoy sé que me dieron mucho más de lo que perdí. Me dieron una infancia llena de historias divertidas e inolvidables, donde nunca estuve sola. Una corona no vale eso.
¡Los hermanos! La mejor herencia que pueden dejarte los padres. Bueno, casi siempre 😉
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Sí, una herencia inmensa, difícil a veces pero incomparable. Pienso que incluso aunque no te lleves bien la experiencia de tener hermanos conforma una forma de pensar y de ver la vida.
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Ay, pobres príncipes destronados…Pero qué maravilloso es tener hermanos🥰
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Reconozco que esa abdicación forzosa es dura. Pero un día te das cuenta de que compensa. Que tu vida no habría sido igual. No habría sido mejor , ni peor. Pero sí distinta.
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Qué bonito homenaje a tus hermanos. Te hicieron un doble destronamiento, qué faena, pero como cuentas en el relato, qué bien lo pasasteis juntos. El libro de Delibes lo leí hace mucho y me pareció maravilloso. Un beso
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Gracias Mayte. Fue duro, la verdad. No fue nada fácil, pero es cierto que mirando las cosas con la perspectiva de los años yo tampoco sería la que soy sin haberlos tenido a ellos.
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Como todo lo que escribes precioso, me ha encantado, formáis una bonita familia y tú nunca serás la princesa destrozada!!! Un besazo enorme
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