Hay días que comienzan siendo uno más. Anodinos, dibujados en tonos grises. Perfectamente encajados en el calendario previsto. A veces algo los ilumina. Como si un rayo inesperado penetrara en la pequeña caja oscura y revelara la foto fija cotidiana. Ese relámpago mínimo ilumina el día de un blanco brillante.
Un blanco puro, pero no un blanco frío y blando de nieve.
Más bien un blanco deslumbrante, abrasador, como de sol reverberando en las dunas del desierto. Como de lejía mordiendo el tejido interior. El veintidós de diciembre fue un día blanco de esos. Blanco de foto revelada, de imagen sobreexpuesta, quemada. Hay días así. Días aterradoramente blancos. Mucho peores que los días grises o negros.