
El primer síntoma fueron los mensajes de texto. Los «te quieros» se demoraban un día entero. Luego vinieron las redes sociales, los canales de internet. A todos se apuntaron, pero algo seguía fallando. Se perdían la pista, raras veces se cruzaban sus perfiles en el ciberespacio. Y cuando lo hacían era eso: de perfil. Cosas del algoritmo, pensaron.
De vez en cuando continuaban haciendo llamadas, pero a menudo no había línea o estaba comunicando. Cambiaron de compañía tres veces. Imposible. Las conversaciones se cortaban en el momento decisivo y cuando volvían a ellas ya habían perdido toda la chispa.
Lo cierto es que el destino no se puede esquivar ni con móviles de última generación.
Hoy se dan ya por vencidos y apenas se comunican una vez al día, a la hora de acostarse. Se dan las buenas noches y cada uno coge su móvil para ver historias ajenas en el Twitter o en el Facebook.
Y sin embargo la magia, incluida la de la tecnología, aún existe. En este instante los aparatos suenan al mismo tiempo con un pitido poco habitual que demanda atención inmediata. Acaban de recibir ambos un SMS de hace diez años: Feliz aniversario, mi amor. Siempre juntos.