No hay nada tan dulce y a la vez tan doloroso como un punto final. Una despedida. Un se acabó, ya no hay más.
Adiós. Tal vez hasta siempre. Lo decimos con los labios. Lo pronunciamos con las manos, cerrando los puños, golpeándonos el pecho para obligarnos a continuar.
El corazón sangra un instante. Una sangre melosa y espesa que nos llena el alma de nostalgia por los momentos que ya no se vivirán.
Dos segundos tan solo.
Pero dos segundos intensos como un oceáno de lágrimas contenidas.
Luego cesa.
De repente cesa.
Y el dolor se empequeñece.
Y lo vemos alejarse en oleadas lentas que escuecen en la piel.
Adiós a ese amor que nos llenó la vida durante un instante eterno, que nos invadió la respiración, el sueño, el todo.
Ahora ya no es nada.
Pero la nada hace daño cuando deshace los recuerdos en nuestra mente.
Y mientras, la respiración vuelve a ser clara y limpia. La vida vuelve a ser cotidiana y el sueño pesado. Los días ordenados.
La libertad es fresca, ligera como una brisa.
Pero el dolor. Aquel dolor que se añora…
Qué bonito, Sara. Diferente, intenso, de los que no te cansas de leer.
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Millones de gracias, Margarita. Si lo lees con esta canción de fondo (que era mi idea, pero no sé cómo se pone la música) seguro que te gusta más aún. Ya me dirás. https://youtu.be/9TbG7cbXYSA
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