Al caer la tarde

Hay gente que no quiere ver muertos, que se niega a ir a un velatorio o que si va, no se asoma a ver la cara cenicienta del muerto. No quieren recordarle así.

Así de muerto.

Con cara de muerto.

Yo sí los miro. Y me asombro de lo muertos que están, de cómo ese amasijo de carne fría y macilenta contuvo tanta vida, aunque la vida se redujera a respirar y a aguantar el dolor, apenas unas horas antes.

Después del entierro no los recuerdo. Los olvido. A los rostros muertos, quiero decir. Yo no me acuerdo de la cara de muerto de mi abuelo, ni de mi abuela, ni de ningún otro muerto que haya visto, ni propio ni ajeno. Al contrario, cuando vienen a visitarme en sueños, vienen con su cara de vivo. Si los traigo a la memoria suelen estar hablando o cantando o haciendo algo que me gustaba escuchar o contemplar.

Hace unas horas que me han llamado por teléfono para decirme que alguien muy querido había muerto. Y he pensado: debo ir a verle. Tengo que ver su cara de muerto y despedirme de él. Al menos, despedirme de su cáscara vacía. No sé, imagino que el alma de los muertos se sienta a velar a su propio cadáver y se complace de recibir visitas en el último día de su cuerpo aquí entre los vivos. Quizás así se marchan más tranquilos donde quiera que vayan. Quizás piensen, si es que las almas pueden pensar: «Mira, han venido todos los que yo esperaba». O no: «Ha faltado fulanito. Qué feo me ha hecho. Mi hija se va a disgustar mucho». O «Anda, mira tú por dónde quién se aparece por aquí. ¿Me tendría aprecio a mí o alguien de la familia? Porque la verdad, en vida bien que lo disimulaba. ¿O simplemente viene a ver si de verdad estoy muerto?»

No puedo ir. Bien que lo siento. Pero hay distancias que son insalvables. Sé que me lo perdonará. Y sé que a su modo él sabrá que lo recordaré siempre. Y que mientras siga estando en el recuerdo de las personas que un día le quisieron no habrá desparecido del todo.

Cada vez que quiera pensar en él le veré sentado en su silla de anea a la puerta de mi casa tomando el fresco al caer la tarde. Probablemente acabará de venir de darle de comer a las gallinas y de atender el huerto. Con su perro «Sombra» a su lado, un podenquillo hijo de mil cruces, pequeño pero astuto y ligero. Cazador implacable de liebres y comadrejas. Y siempre ávido de caricias, que se me subirá al regazo en cuanto pueda, añorando ser un gato.

Con sus manos callosas y expertas de hombre de campo sacará los papeles de liar tabaco, mientras va narrando alguna anécdota. Yo, que seré niña de nuevo, me quedaré mirando embelesada cada movimiento de sus dedos. Él trabajará con una precisión y una paciencia casi religiosa. Sacará un cigarro de un paquete de Ducados. Le pasará la punta de la lengua desde la boquilla hasta el extremo para humedecer el papel y luego quitará esa tira mojada. Así abrirá el cigarro como si fuera una vaina de guisantes. Vaciará la picadura sobre el papel nuevo y lo volverá a liar a medias deslizándolo entre los dedos pulgar, índice y corazón de ambas manos. Humedecerá otra vez con la lengua el filo de la papelina y por fin terminará de liar el nuevo cigarro. Yo no comprenderé para qué se molesta en cambiar el papel. Me dirá que al principio compraba tabaco de liar, pero que luego descubrió que lo que no le gustaba de los cigarrillos industriales era el papel que les ponían. «Es que si no, eso se consume en ná. Y con este dura mucho, ¿ves? Y no hace humo». Porque ya había descubierto él a su manera que ese papel y esa colilla llevaban puro veneno. Después de charlar un rato con mi padre, se levantará y con el cigarro a medio consumir, agarrará su silla y caminará despacio en dirección a su casa, como recreándose en la naturalidad con que cae otro ocaso de dehesa extremeña sobre su espalda. Y no tendrá miedo. Pero yo me quedaré siempre con ganas de seguir oyéndole contar sus pequeñas cosas, con su acento de eses aspiradas y su hablar pausado. Y esa colilla discreta que no echa humo.

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