«Yo no la he escrito», sollozaba sin parar la niña abrazada a la pierna de su madre. Tenía apenas seis años, sin padre conocido. La mujer, en un silencio espeso, restregaba el estropajo con furia desesperada intentando borrar la marca maldita que alguien había hecho en la puerta de su choza con sangre de cerdo. Mientras miraba de reojo el sol bien amanecido y calculaba cuántos la habrían visto, la primera lágrima brotó de sus ojos. No fue de miedo, sino de una tristeza honda como un precipicio que comenzó ya a matarla.
#REC