Ninguno de los niños que había en el arcón era Tomás. Tampoco estaba con los que se escondían en el armario de los juguetes. Los pies que asomaban debajo de la cama polvorienta no eran los suyos, ni estaba entre las siluetas engañosas detrás de las cortinas. Así que cerró la puerta del dormitorio para volver al suyo, dispuesta a ignorar las voces. ”Esta noche no, que mañana madrugo”. Si el sueño no la pudiera, se daría la vuelta para regañar a la fila de espectros revoltosos que la seguían por el pasillo. Y vería a Tomás, cerrando la procesión, con su sonrisa burlona de siempre.