Moría por unas Converse rojas. Se gastó todos los ahorros por pagar el precio. Prohibitivo para sus quince años. Imprescindible para entrar en el grupo de las elegidas. Y la magia se obró. Saltó a las pistas y ganó todas las carreras. Con una litrona en una mano y su inocencia en la otra apuraba los días aciagos de la adolescencia. Entre el humo de un porro apareció su primer amor. Y en una calada desapareció. Luego se perdió en el alma y en los cuerpos de muchos otros. En aquella época las risas eran incontenibles. Los llantos también. Los besos eran rosa chicle. La tristeza, de un azul intenso. Y el vacío era transparente y opaco al mismo tiempo. Se cortó el pelo, se pintó la piel. Se borró el nombre por no borrarse ella misma. Una madrugada en vez de volver a casa viajó en autoestop hasta el mar. Se sentó en el espigón y miró sus pies desnudos, hermosos, brillantes como dos peces recién sacados del fondo. Al volver olvidó sus viejas zapatillas. La suela estaba gastada y con agujeros. Y ella ya hacía meses que tocaba el suelo.